Surgimiento y significado de la desaparición forzada de personas en México
Por Adela Cedillo
Los Estados-nación que emergieron a partir del siglo XVI, generaron prácticas y discursos novedosos para desincentivar y aniquilar a la oposición política, ideológica o religiosa, mismas que tendieron a recrudecerse ante los conflictos armados. En el siglo XVI, en la Mesoamérica conquistada se introdujo la exhibición pública de los cadáveres de los enemigos con un macabro sentido de escarmiento, desprovisto de la atmósfera sacrificial y religiosa que ésta tenía para los indígenas. La exhibición tenía también una intención didáctica: todos aquellos que eran política y socialmente indeseables podían ser colgados en las plazas para aleccionar a los detractores. Asimismo se importó a América el Tribunal de la Inquisición, que se encargaba, entre otras cosas, de torturar y quemar vivos a herejes, brujas, hechiceros y judíos, frente a la morbosa fascinación de un público exaltado.
Después de tres siglos en el que todos los presuntos enemigos de la Corona y de la sociedad recibieron ese trato, no es de extrañar que, con la Guerra de Independencia, al ser detenidos y fusilados los insurgentes Miguel Hidalgo y acompañantes en Chihuahua, se ordenara que se les cortaran las cabezas y que éstas fueran exhibidas en jaulas en la alhóndiga de Granaditas, en Guanajuato. En cambio, durante el siglo XIX –el más inestable de la historia mexicana– la desintegración del Estado virreinal y la dificultosa construcción de uno moderno, así como la imposibilidad de que una facción política hegemonizara al resto, disminuyó los niveles de represión política. El destierro era la práctica más común para deshacerse de algún opositor, si bien, en la segunda mitad del siglo fueron más frecuentes los encarcelamientos y ejecuciones selectivas, como la de ilustres liberales durante la guerra de Reforma.
En el Porfiriato, la naturaleza de la dictadura incitó a la represión sin mesura. Encarcelamientos, ejecuciones masivas y arrasamiento de pueblos, entre otras, fueron prácticas normalizadas. Con estos antecedentes, durante la revolución se escalaron los niveles de violencia política, por lo que torturar y fusilar prisioneros de guerra y quemar o colgar sus cadáveres en árboles, se volvió un ejercicio cotidiano. Los regímenes posrevolucionarios restablecieron el pacto social pero no renunciaron a desplegar su fuerza contra los opositores. Ejecuciones sumarias, tortura, cárcel, confinamiento en las Islas Marías y destierro eran algunas de las salidas que les ofrecían los gobiernos de la familia revolucionaria.
En la segunda mitad del siglo XX, en la etapa de la llamada “guerra sucia” o guerra contrainsurgente, a todas las prácticas anteriormente descritas se sumó la de la desaparición forzada de personas, en la cual México fue pionero al lado de Guatemala en todo el continente americano. Por primera vez se cambió el patrón de la exhibición de cadáveres de los opositores que había consistido en quemarlos o colgarlos públicamente, cortarles alguna parte del cuerpo para exponerla o divulgar las imágenes de sus ejecuciones. A partir del año de 1968, en el contexto de una intensa agitación social, si bien la nota roja de la época presentaba las imágenes de algunos cuantos “sediciosos muertos en enfrentamientos”, el verdadero terror residió en el silencio, en el ocultamiento de la información, en negar las detenciones de los luchadores sociales, en inventarles vidas paralelas, en borrar su identidad oficial, en suma, en desaparecerlos para siempre de la faz de la tierra sin informar nunca sobre su destino a nadie.
En este 2009 el Estado mexicano cumple nada menos que cuarenta y un años de haber instrumentado este delito, que es uno de los más complejos que puedan existir. Este crimen, propio de los regímenes que ejercen el terror, vulnera todos y cada uno de los derechos humanos de la víctima y por lo general se acompaña de otros delitos graves, como la tortura y la ejecución extrajudicial. En otras palabras, es la manera más radical en la que se puede destruir a un ser humano, pues no sólo se le despoja de su derecho a vivir, sino también a morir, ya que cancela la posibilidad de la sepultura, que es uno de los rituales sagrados más importantes que han compartido todas las civilizaciones desde la antigüedad, siendo el desaparecido colocado en una especie de eternidad incómoda y terrible. Por eso, en el derecho internacional humanitario la desaparición forzada está clasificada como un delito de lesa humanidad, de carácter continuo, múltiple e imprescriptible.
El común denominador de las desapariciones de ciudadanos es que sean o no culpables, en lugar de ser sometidos al proceso penal correspondiente, son detenidos por agentes de alguna corporación policiaca o militar y llevados a cárceles clandestinas y el gobierno niega permanentemente tanto la detención arbitraria como la información sobre el paradero de la víctima. Aunque los famosos "levantados" no entran en esta categoría, sino en la de privación ilegal de la libertad en la modalidad de plagio o secuestro (que es un delito cometido únicamente por particulares), el hecho de que el Estado no promueva la apertura y el desarrollo de averiguaciones previas -tratándose de delitos federales, que se persiguen de oficio- condena al desamparo jurídico a los ofendidos.
En este país, la desaparición forzada ha sido el crimen de Estado por antonomasia: no deja huellas ni testigos, está envuelta en un marasmo jurídico que favorece la impunidad y toda denuncia cae en un hoyo negro de irresponsabilidad institucional. Como política de Estado, ha resultado una forma tan infalible de deshacerse de los "enemigos internos" que se ha aplicado con singular recurrencia. En toda Iberoamérica, sólo en Colombia y México se ejerce la desaparición forzada de manera sistemática, tanto por motivos políticos como en el contexto del combate a la delincuencia organizada. Por si fuera poco, a diferencia de lo ocurrido en países como Argentina y Chile, en los que ha habido una reivindicación institucional y social del problema, los desaparecidos mexicanos y sus familias han sido objeto de una doble victimización: a través de la denegación total de justicia, por parte del Estado, y con un silencio cómplice, de parte del grueso de la sociedad. La ecuación perfecta para abrir camino a la infamia.
Como lo han descrito los especialistas en el tema, los efectos de la desaparición son expansivos. Se afecta no sólo a la víctima sino a todo su entorno, a manera de círculos concéntricos. La incertidumbre y el terror generados dentro de las redes sociales del desaparecido no tienen parangón. Aunque no cabe hablar sólo de efectos disuasivos, éstos resultan los más comunes para inhibir la participación ciudadana en los movimientos sociales. Cualquier luchador social que mantenga demandas radicales frente al Estado, vive con el miedo permanente de ser detenido, torturado, asesinado o desaparecido.
Las primeras desapariciones forzadas se llevaron a cabo dentro de los movimientos campesino y estudiantil. Los registros más actualizados sobre los desaparecidos arrancan con el campesino Santiago García, oriundo de San Jerónimo de Juárez, Gro., miembro de la Asociación Cívica Nacional Revolucionaria, detenido el primero de mayo de 1968. Desafortunadamente no se conocen muchos casos específicos pertenecientes a ese año, pero el conjunto de pruebas reunidas conduce a sostener, con muy pocas dudas de por medio, que a partir de ese momento la desaparición forzada se convirtió en una de las prácticas que definirían el carácter de la llamada “guerra sucia”.
Más allá de la inevitable reflexión sobre el bien y el mal a la que nos obliga el carácter anticivilizatorio de esta práctica, hay que tener presente que a nivel mundial, los ejércitos nacionales que han asumido con extremismo su misión de salvaguardar el monopolio de la violencia estatal, diseñaron este mecanismo para cumplir con funciones sociopolíticas muy específicas. Desde una lógica contrainsurgente, la desaparición forzada tiene las siguientes ventajas tácticas:
· Evita el escándalo nacional e internacional que provocaría la aplicación masiva de la tortura y la pena de muerte a cientos o miles de personas.
· Aterroriza a la población e inhibe su toma de partido a favor de los llamados “subversivos”.
· Advierte a los insurrectos que se les aplicará una pena peor que la capital si no desisten de su lucha, lo cual puede minar su capacidad de respuesta.
· Elimina a los líderes de forma tal que desorienta y desestructura a sus organizaciones, las cuales se ven ante el dilema de seguir reconociendo a sus dirigentes en cautiverio clandestino o reemplazarlos por otros nuevos.
· Borra la identidad de los enemigos del Estado, tanto físicamente como en la memoria colectiva, a fin de ofrecer una fachada de “unidad nacional”.
· Cancela el derecho a la sepultura y, por ende, evita que haya multitudes llorando por sus héroes, o que los sepelios se conviertan en actos de protesta masiva.
· Garantiza la impunidad, debido a la inexistencia de pruebas.
· Permite responder fácilmente a la inquietud que deja la sustracción de una persona de su red social, difundiendo la idea de que no es ésta desaparecida porque sea culpable, sino que es culpable por ser desaparecida. (“Por algo será”, “seguramente ella se lo buscó”, “se lo merece por andar de terrorista”, “es un enemigo de México, un traidor a la patria”, etc.). Esto significa que en los hechos el gobierno parte de la presunción de culpabilidad, contraviniendo las garantías procesales en materia penal.
· Somete a los familiares de los desaparecidos a un chantaje permanente, pues al mantener la expectativa de que sus deudos están vivos, el gobierno los induce a no protestar para evitar el maltrato o ejecución de los detenidos. En caso contrario, es muy probable que se amenace a la familia con nuevas desapariciones.
· Representa un castigo ejemplar y una tortura continuada para estas familias, a las que se responsabiliza por no compartir o fomentar entre sus miembros supuestos valores nacionalistas. Con el tiempo, los familiares quedan atrapados en duelos inconclusos que, en la mayoría de los casos, los inhabilitan para protestar.
· Facilita la negación de los hechos con el argumento de que nadie vio nada, luego entonces no pasó nada. El Estado se mueve en un plano de irrealidad contra el que aparentemente no se puede hacer nada y termina imponiendo una dictadura de olvido y silencio que tiene un efecto devastador entre los familiares, amigos y compañeros de lucha de las víctimas.
Por todo lo anterior, la práctica de la desaparición forzada ha contribuido decisivamente a que el Estado mexicano comparta un poderoso rasgo en común con los estados totalitarios, pues como sostiene Claude Lefort: “la institución del totalitarismo implica el fantasma de una sociedad sin divisiones, una. No adquiere forma más que por la incesante producción-eliminación de hombres que sobran, parásitos, desperdicios, perturbadores”.[1]
La parcial efectividad de este novedoso método de terror ha propiciado su uso en todos los conflictos entre el Estado mexicano y la oposición armada, desde 1968 hasta nuestros días. Sin embargo, tampoco ha sido un “remedio” infalible para erradicar la “subversión”, ya que algunas de las organizaciones con más desaparecidos durante la etapa de la llamada “guerra sucia” de los setenta –entre ellas el PdlP y las FLN– mantuvieron una línea político-militar en la década de los ochenta y fundaron nuevas organizaciones que siguen activas en el presente (como el EPR y el EZLN).[2] Cabe añadir que las víctimas actuales de desapariciones forzadas no son sólo guerrilleros sino también activistas de movimientos civiles y pacíficos a los que el Estado acusa de simpatizar con la vía armada o cuya radicalización teme.
Se estima que en México existen por lo menos mil quinientos desaparecidos por razones políticas y que ascienden a miles los desaparecidos asociados a la delincuencia organizada, aunque sólo una pequeña porción de los casos ha sido denunciada penalmente. Ésta cifra, por ser escasamente conocida, no le ha dicho demasiado a la sociedad mexicana, aunque resulta escandalosa en términos comparativos, pues con sanguinarias dictaduras en su haber, Argentina cuenta con diez mil casos probados de desaparición forzada y Chile con poco menos de dos mil y en ambos países la justicia persigue a los genocidas. Para el caso mexicano, se calcula que el 80% de las desapariciones han sido perpetradas por el ejército, pese a lo cual no hay un solo militar que haya sido sentenciado por este ominoso crimen. Esto se debe, en parte, a que los militares mantienen el fuero de guerra, que se ha convertido en sinónimo de impunidad absoluta. El otro 20% de las desapariciones han sido realizadas por miembros de las corporaciones policiacas y el servicio secreto (la antigua Dirección Federal de Seguridad, DFS, hoy Centro de Investigación y Seguridad Nacional, CISEN). La fracasada y extinta Fiscalía especial para Movimientos Sociales y Políticos del Pasado (FEMOSPP) sólo logró indiciar a unos cuantos policías, pero tipificó incorrectamente los delitos en evidente desacato al derecho internacional humanitario, y se negó a recorrer la escala de mandos, evitando así responsabilizar al poder ejecutivo por la subversión del orden jurídico y la violación masiva de los derechos humanos de la ciudadanía. A la fecha no hay un solo procesado por los crímenes de lesa humanidad que cometieron durante la “guerra sucia”, por lo cual, en materia de impartición de justicia, México se encuentra entre los países más rezagados del continente.
No se puede acceder de ninguna manera a información verídica sobre la situación actual de esos miles de ciudadanos mexicanos desaparecidos, pues se impone en el camino una muralla infranqueable que no está siquiera en vías de ser derribada porque, a diferencia de países como Argentina, Chile o Uruguay, en México ni el Estado ha tenido la voluntad política de rendir cuentas, ni la sociedad de exigirlas cabalmente.[3]
Desde 1968 hasta la fecha, la demanda por la presentación de los desaparecidos ha quedado circunscrita a círculos de familiares y amigos de las víctimas y a los activistas de izquierda. Aparentemente el Estado ha llevado las de ganar, sin embargo, a finales de la década de los setenta la lucha valiente y tenaz de los familiares de los desaparecidos inauguró la cultura de los derechos humanos en México, en virtud de la cual los gobiernos que han hecho frente a los nuevos movimientos armados, no han podido aplicar muchas de las tácticas que emplearon con naturalidad en el pasado.[4] Por esta razón, mientras que en el estado de Guerrero se cometió un genocidio contra las bases de apoyo del PdlP en 1974, veinte años más tarde una sociedad civil más conciente impidió el exterminio de las comunidades indígenas que apoyaban al EZLN. A la fecha, la guerra de baja intensidad se basa más en la represión selectiva y en la fabricación de conflictos inter e intracomunitarios que en tácticas como la de tierra arrasada y ejecuciones clandestinas masivas.
Respecto a la complicidad y encubrimiento con los funcionarios responsables de crímenes de lesa humanidad por parte de las administraciones panistas que enarbolaron la bandera de la transición a la democracia, Antonio Orozco observa que esto es “resultado y reflejo directo de que no pueden condenar algo con lo que están de acuerdo y no sólo eso, sino que además siguen instrumentando las mismas prácticas y respuestas hacia las luchas y las demandas de los desposeídos”.[5] En efecto, en el transcurso de 2007 el gobierno de Felipe Calderón refrendó su compromiso no con la verdad y la justicia, sino con el terror y la impunidad, al haber convalidado la desaparición de los miembros del Ejército Popular Revolucionario Gabriel Cruz Sánchez y Edmundo Medina Reyes, y la del defensor de derechos humanos Francisco Paredes Ruiz, entre otras muchas.
El hecho de que el Estado persista en la comisión de delitos de lesa humanidad invalida sus pretensiones democráticas. Como lo han repetido las organizaciones de familiares, no es posible una democracia con desaparecidos. Para que haya democracia, tan sólo en el plano formal, el gobierno debe presentar a los ciudadanos desaparecidos para que puedan votar.
Desde hace décadas, diversos gobiernos han pervertido el funcionamiento de nuestras instituciones y han pretendido mantener ese estado de cosas eliminando a la oposición. Por eso no se equivoca quien dice que nuestra democracia está asentada en un charco de sangre. Como parte del proceso de saneamiento de las instituciones de la república, es menester que el Estado desista de apresar, torturar, asesinar y desaparecer a los luchadores sociales. De lo contrario, el incremento en la cifra de crímenes de lesa humanidad servirá como un claro indicador de la descomposición y la ilegitimidad del sistema político.
Los desaparecidos y los asesinados por razones políticas han sido dirigentes y luchadores sociales valiosos que ha perdido el pueblo de México en su lucha por su emancipación. Nos han hecho mucha falta a todos nosotros para construir un mejor país. El daño que el Estado ha hecho es irreversible, sin embargo, dentro de sus funciones legales está la reparación moral, material y social a los agraviados, la cual debe pasar por el esclarecimiento del paradero de los desaparecidos y la revelación de las circunstancias del crimen.
Aún cuando las organizaciones sociales populares han mantenido una asombrosa resistencia, no han sido capaces de construir un movimiento nacional de defensa de los derechos humanos para protegerse de la arbitrariedad del Estado, pues han antepuesto sus diferencias ideológicas y organizativas a la unidad en la acción ante demandas comunes. El escenario que se nos plantea a todos los opositores del régimen actual es bastante sombrío. La magnitud de la represión amerita que unamos fuerzas para activar mecanismos de presión internacional que impidan que el gobierno mexicano consume nuevos crímenes de lesa humanidad contra sus ciudadanos. Cerremos paso a la impunidad: ¡ejecutados, torturados y desaparecidos, nunca más!
[1] Claude Lefort. Un hombre que sobra. Barcelona, Tusquets, 1980, p. 43.
[2] Las cifras aproximadas de desaparecidos por organización son: 600 del PdlP y escisiones (entre guerrilleros, bases de apoyo y víctimas circunstanciales), 150 de la LC23S, 20 del MAR, 12 de la ACNR y 12 de las FLN. Datos tomados del “Preproyecto de Censo Nacional de Detenidos-Desaparecidos por razones políticas entre 1968 y 2007”, Colectivo “Nacidos en la Tempestad”, versión electrónica.
[3] La Fiscalía Especial para Movimientos Sociales y Políticos del Pasado (FEMOSPP), creada por el gobierno de Vicente Fox en el 2002, tuvo un papel ambiguo, cuyos resultados más visibles fueron: el establecimiento de procesos legales entorpecidos y saboteados tanto a lo interno como por otros órganos de procuración de justicia, la acumulación de información útil para los servicios de inteligencia y la presentación de un informe histórico que fue censurado por la PGR. Para una valoración del trabajo de esta oficina, véase el balance elaborado por diversas organizaciones de derechos humanos mexicanas: Esclarecimiento y sanción a los delitos del pasado durante el sexenio 2000-2006: Compromisos quebrantados y justicia aplazada. México, s.e., 2006.
[4] Las organizaciones de derechos humanos más importantes de la actualidad, reconocen que el Comité Nacional Pro Defensa de Presos, Perseguidos, Desaparecidos y Exiliados Políticos de México, fundado en 1977 a resultas de la fusión de grupos de familiares de las víctimas, fue la organización madre de la lucha por los derechos humanos en México.
[5] Antonio Orozco Michel. La fuga de Oblatos. Una historia de la LC-23S. México, La casa del Mago, 2007, p. 116. En el transcurso de 2007 fueron detenidos-desaparecidos los guerrilleros del EPR Gabriel Cruz Sánchez y Edmundo Medina Reyes, y el exguerrillero del MAR Francisco Paredes Ruiz.