Ciudad de México, 17 de abril de 2021.
Señor Echeverría:
Su sorpresiva aparición en el centro de vacunación en el Estadio Olímpico de la UNAM el pasado 16 de abril, me ha dado el impulso que necesitaba para escribirle esta carta. Verlo en su silla de ruedas, entero y en aparente buen estado de salud, acompañado de familiares y guaruras, me hizo caer en la cuenta de que, si a sus 99 años usted mantiene la disposición para captar la atención de los medios de comunicación a través de esa pequeña pero significativa acción (la primera vacuna la recibió en casa, ¿cierto?), posiblemente tiene la lucidez suficiente para comprender el contenido de una carta. Espero, pues, que esta misiva llegue a sus oídos (tengo entendido que ya no puede leer).
Me pregunto si al llegar a Ciudad Universitaria usted habrá recordado aquel 14 de marzo de 1975 en que los estudiantes lo abuchearon, le arrojaron una piedra y lo descalabraron. Esa fue la última generación consciente de la clase de gobernante que era usted, así que mejor recibimiento no pudieron ofrecerle. ¿Recuerda cómo salió huyendo, presa de pánico, en un carrito a donde improvisadamente lo metió Jorge Carrillo Olea? Algo que con toda seguridad usted no recuerda, es que ese mismo 16 de abril se cumplieron 47 años de que un destacamento del ejército mexicano asesinó a César Germán Yáñez Muñoz y desapareció su cadáver en la finca El Diamante de la selva lacandona de Chiapas. Supongo que no lo recuerda porque desde el primer día de su sexenio hasta el último, cientos de mexicanos fueron asesinados y desaparecidos, así que sus nombres difícilmente le pueden resultar familiares.
Le recuerdo que Yáñez Muñoz era el máximo dirigente de la organización armada denominada Fuerzas de Liberación Nacional, a la que usted ordenó exterminar, en calidad de máximo responsable de la conducción del país. De Yáñez Muñoz y los miles de desaparecidos no volvimos a saber nada, mientras que usted se ha beneficiado tanto del manto de impunidad con el que lo han cobijado todos los presidentes que lo han sucedido, como de la costumbre de la sociedad mexicana de olvidarse de los temas importantes por atender los urgentes, de su sempiterna falta de exigencia de rendición de cuentas a los malos gobernantes, por más graves que hayan sido sus faltas. Vicente Fox fue el único presidente en cuyo término se iniciaron procesos legales contra usted por genocidio, pero todas las instancias de procuración de justicia lo dejaron libre en el sexenio de Felipe Calderón, bajo el argumento de la prescripción de los delitos y otras argucias sin valor jurídico real. Por supuesto, nadie negó que usted hubiese perpetrado los crímenes que le fueron imputados.
Usted ha tenido a su favor el ser un hombre extraordinariamente afortunado desde sus orígenes. Siendo el hijo de un modesto pagador del ejército, en 1945 contrajo nupcias con Esther Zuno Arce, la hija del que fuera probablemente el caudillo más respetado del estado de Jalisco, José Guadalupe Zuno Hernández. Aunado a este acto de ascenso social instantáneo, usted escaló toda la jerarquía política del PRI hasta llegar a la presidencia, de la cual salió enriquecido inexplicablemente, como lo documentó la CIA, para la que usted trabajó algunas veces como informante a sueldo en el proyecto LITEMPO, ¿lo recuerda? Corríjame si estoy mal, pero tengo entendido que usted era LITEMPO-8. En lugar de haber ido a la cárcel por uno solo de sus crímenes políticos, económicos o contra la humanidad, usted ha tenido una vida longeva, holgada, sin ser molestado por sus enemigos del pasado y sin que nadie quiera ejercer venganza contra usted o los suyos. A nivel mundial, usted será una figura desconocida, pero si le hiciéramos promoción, no dudo que sería la envidia de otros dictadores y genocidas que no corrieron con tanta suerte y acabaron sus días en prisión o escondiéndose de sus rivales. ¿Cómo es que alguien que hizo tanto daño a un país entero puede tener una vida tan privilegiada?, se preguntaría cualquiera que leyera su biografía. No lo podemos negar, la vida ha sido generosa con usted en demasía, es uno de esos misterios del universo que no estamos llamados a comprender.
A estas alturas usted deberá preguntarse por qué traigo todo esto a colación. Le cuento que en mi calidad de historiadora, he dedicado 18 años de mi vida a estudiar su sexenio y el de su sucesor José López Portillo, al que usted seguramente consideró el peor de los traidores cuando recibió su nombramiento como embajador de Australia, Nueva Zelanda y las Islas Fiji, ¡más lejos no lo pudieron mandar! En sus memorias, JOLOPO tuvo el decoro de compararse a sí mismo con uno de los personajes más siniestro de la novela Saschka Yegulev de Leonid Andreyev: el gobernador que, a través de detenciones indiscriminadas y ejecuciones sumarias, exterminó a la guerrilla de Yegulev en la Rusia de entresiglos. Es muy probable que JOLOPO albergara algún tipo de remordimiento por haber permitido que la Brigada Blanca, la Dirección Federal de Seguridad, el ejército y las policías acabaran despiadadamente con lo que quedaba de los grupos guerrilleros a nivel nacional a fines de los setenta. En el caso de usted, por más que indago y leo sus discursos, entrevistas y declaraciones, nunca he detectado el menor asomo de arrepentimiento, por el contrario, estoy convencida de que usted se siente orgulloso de su gestión. Es así que quisiera preguntarle directamente por varios episodios que acontecieron a su paso por el servicio público. Le pregunto porque las respuestas no las sabe nadie más que usted y porque, aunque suene iluso, muchos mexicanos aún aspiramos a saber toda la verdad.
Me gustaría saber cómo era su vida allá por 1946, cuando era un mero empleado del general Rodolfo Sánchez Taboada, el general poblano anticomunista que participó en la ejecución de Emiliano Zapata. No entiendo cómo es que usted se formó políticamente al lado de este personaje y décadas después terminó adoptando un discurso populista, condimentado con el lenguaje de la izquierda socialista de la época. Tengo la impresión de que, en su largo camino de ascenso a la cúspide del PRI, usted debió manejar una retórica anticomunista y que esta le dio puntos que, aunados a otros méritos burocráticos, le permitieron ser nombrado subsecretario de Gobernación en 1958. De usted se podrán decir muchas cosas, menos que no fuera perseverante, tenaz, astuto y oportuno. Además, todo un adicto al trabajo. Con la multitud de movilizaciones que hubo a finales de la década de los cincuenta y a lo largo de los sesenta, usted seguramente dormía tres horas al día o menos, en el arduo esfuerzo por espiar, infiltrar, contener y reprimir a esos mexicanos malagradecidos.
No alcanzo a imaginar la energía que usted invirtió en ese esfuerzo de contención contra ferrocarrileros, maestros, médicos, petroleros, telegrafistas, estudiantes y todo género de sindicalistas que luchaban por la democracia y la independencia sindical. Sería muy extensivo enumerar cada acto de violencia estatal en el sexenio de López Mateos, pero si usted pudiera responder por uno solo, le preguntaría, ¿quién ideó el plan para encarcelar a diez mil ferrocarrileros en 1959? ¿De quién fue la iniciativa para encarcelar indefinidamente a Valentín Campa, Demetrio Vallejo y otros líderes del movimiento? ¿Fue una maquinación del presidente o una propuesta del subsecretario de Gobernación que los jefes aprobaron de inmediato? Tal vez le parezca una pregunta muy básica, pero sabe, en los archivos de Gobernación que sus empleados nos hicieron el favor de preservar, no es nada claro el funcionamiento de su dependencia, pues pareciera que el presidente sólo recibía informes y que quienes orquestaban la represión eran los chicos de Bucareli. Sin embargo, es difícil creer que la máxima autoridad del país no estuviera directamente involucrada en esos avatares. Sobre todo, porque en 1961 López Mateos tomó la iniciativa de construir la prisión clandestina para civiles en el Campo Militar núm. 1.
Otro caso que me intriga profundamente, es el del agrarista morelense Rubén Jaramillo Ménez, ultimado en 1962. Dígame señor Echeverría, ¿a quién se le ocurrió asesinar a Jaramillo estando amnistiado, con todo y su familia, incluyendo a su esposa embarazada? Puesto que los asesinos fueron militares, no me queda claro si usted o su jefe Díaz Ordaz tuvieron alguna intervención, aunque desde luego el presidente López Mateos es quien ha llevado la mancha histórica por el multihomicidio. Sin embargo, detrás de un crimen con ese nivel de perversidad suele estar la mente maestra de un sociópata. Usted es el que más se aproxima a ese perfil, aunque no me meteré en especulaciones, pues desde luego también pudo haber sido una iniciativa del secretario de la Defensa, Agustín Olachea. ¿Usted y sus jefes eran conscientes de que, con cada acto represivo, lejos de acabar con la izquierda, estaban creando las condiciones para un movimiento súper radicalizado? Porque lo que hicieron en estados como Morelos, Guerrero y Chihuahua no tiene nombre, puras masacres y ejecuciones, ¿así cómo no se iba a levantar la gente en armas?
Volvamos a su rol estelar como subsecretario y después secretario de Gobernación. ¿Qué sintió cuando su jefe Díaz Ordaz le otorgó este último nombramiento? De acuerdo con los códigos políticos de la época, de esa secretaría a la presidencia no había más que un corto trecho. ¿Usted se frotó las manitas aquel 1º de diciembre de 1964, en que Díaz Ordaz asumió el poder? ¿Se proyectó a sí mismo en “la grande”? Porque vaya que usted se esmeró para conseguirla. No hubo trabajo difícil, por más sucio e inmoral que fuera, al que usted se hubiera rehusado. En verdad, lamento que de los cientos de actos represivos a nivel cotidiano que acontecieron en los sesenta a lo largo y ancho del país, la gente sólo recuerde la masacre de Tlatelolco, en la que usted tuvo una participación destacada. Un exmilitar me decía que usted tenía una mente tan enferma que probablemente colocó altavoces en la plaza de Tlatelolco, para magnificar el sonido de los disparos aquella tarde del 2 de octubre de 1968. No tengo forma de comprobarlo, pero pedirle a los agentes de la Dirección Federal de Seguridad que dieron la orden para iniciar el tiroteo en el edificio Chihuahua, que se identificaran con un pañuelo blanco –para diferenciarse de los militares del Batallón Olimpia que tenían un guante blanco–, suena como algo que usted pudo haber ordenado.
Verá, don Luis, de tanto estudiar su biografía y sus políticas públicas, algo que me llama la atención es que usted era un perfeccionista, ya que estaba urgido de reconocimiento. No por nada el Departamento de Estado de los Estados Unidos se refirió a usted como un megalómano y amante de los reflectores en el perfil interno que le elaboraron, cuando usted tuvo la osadía de querer ser Secretario General de la Organización de Naciones Unidas, al término de su mandato. Los yankees lo rechazaron por considerarlo un individuo sin sofisticación, demasiado básico, puritano, impredecible. ¿Usted sabía que no lo tenían en un buen concepto, pese a todo lo que hizo por ellos? Bueno, ese no es el punto, sino que analizando lo del pañuelo blanco, concluyo que es algo que hubiera hecho el licenciado Echeverría, tan obsesionado como estaba por controlar hasta el más mínimo detalle. Yo sé que usted sabe cuántas personas fueron asesinadas en Tlatelolco y dónde fueron sepultadas, pues leí los reportes de la secretaría a su cargo donde enlistaron los nombres de una veintena de muertos y mencionan el seguimiento que los agentes de la DFS dieron a las hospitalizaciones de los heridos y los entierros de un par de estudiantes. El problema es que los informes están incompletos, ¿tendrá usted una copia de los faltantes, acaso? Tampoco sabemos qué pasó con las fotos y videos que fueron tomadas ese día por órdenes de usted y los que le fueron requisados a la prensa, ¿qué hizo con ellos? Ya entrados en confianza, ¿usted sintió algo al ver a decenas de niños, jóvenes, mujeres y ancianos perforados por las balas y las bayonetas, o tuvo el alivio de quien extermina una plaga en su domicilio? ¿En algún momento se sintió como un leviatán?
Los conspiracionistas dicen que usted urdió todo, desde el movimiento estudiantil hasta su desenlace, para asegurar la presidencia. A mí me parece una interpretación ridícula, ya que las circunstancias del país, tanto domésticas como en relación al contexto geopolítico, eran muy complejas y de ningún modo podían depender de un solo hombre. Además, el favoritismo de Díaz Ordaz por su persona siempre fue evidente, ya que usted se lo ganó a pulso, no con una masacre sino con miles de actos cotidianos de represión a los opositores al PRI. Por supuesto, no tengo duda de que la mente maestra detrás del 2 de octubre no fue Díaz Ordaz sino usted. Curiosamente, su jefe realmente estaba convencido de haber salvado al país del comunismo (¿pues qué cosas le decía usted?) y por eso asumió toda la responsabilidad por semejante tropelía, sin imaginar que el juicio de la posteridad le sería tan poco favorable. Por la buena estrella que siempre lo acompaña, usted quedó blindado de la memoria colectiva, pues a quien maldicen los estudiantes religiosamente cada 2 de octubre es al difunto Díaz Ordaz y no a usted, que reposa tranquilo en su mansión de San Jerónimo.
A usted sólo lo recuerdan como responsable de la masacre del 10 de junio de 1971, en que una vez más, su genialidad represiva lo llevó a utilizar al grupo paramilitar de los Halcones, disfrazados con camisas de Che Guevara, para acabar de tajo con la movilización estudiantil, pues según usted, los activistas de izquierda no se plegaban a su generoso ofrecimiento de apertura democrática, querían torearlo y les tenía que dar un escarmiento. La gente tiende a pensar que el halconazo fue una masacre de menor intensidad respecto a la del 2 de octubre, pero yo las he comparado detenidamente y me parecen muy similares, incluido el número de víctimas. Bueno, eso usted lo sabe mejor que yo, aunque los mexicanos nunca podremos contar a los caídos ya que, de acuerdo con el regente del entonces Distrito Federal, Alfonso Domínguez Martínez, usted ordenó que los cadáveres fueran incinerados en el Campo Militar núm. 1.
Qué paradójico que otros priístas supieran esto y lo ventilaran años después, mientras que un puñado de intelectuales progresistas le compraron a usted su discurso (¿o usted los compró a ellos?), según el cual los emisarios del pasado querían sabotear a su administración. Dichos intelectuales salieron a gritar sin empacho a los cuatro vientos: “Echeverría o el fascismo!,” a pesar de que toda la izquierda sabía que usted era el autor intelectual de las masacres del ’68 y el ’71. No está de más recordar que Fernando Benítez, Carlos Fuentes y otros intelectuales de esos que se subían con usted al avión presidencial, nunca le pidieron perdón a la sociedad por lavar la imagen de su administración.
Si algo no tenía usted era mesura. Apenas unos meses después del episodio vergonzoso del Jueves de Corpus, se decantó por una cruzada contra el rock, justo en el momento en que dicho género musical se estaba convirtiendo en una industria plenamente integrada al capitalismo. El éxito del festival de Avándaro en septiembre de 1971, más que un síntoma de rebeldía juvenil, era un signo del éxito comercial del rock. Usted hizo de ese género, ya para entonces inofensivo, el chivo expiatorio para condenar el cambio de época, acusando a los portadores de esa música de corroer a la juventud. No me queda claro, ¿qué pensó que ganaba usted prohibiendo el rock, como si fuera un vulgar dictador? ¿Qué fue lo que realmente ganó? ¿O eran sus meras ganas incontenibles de reprimir todo lo que le disgustaba personalmente?
El inesperado giro discursivo que usted dio a comienzo de su sexenio dejó helados a propios y ajenos, en especial a personas que lo conocían desde hacía décadas, como su exjefe Díaz Ordaz, quien creía que usted era un rabioso anticomunista. Y es que él no lo sabía, pero usted resultó ser el camaleón por excelencia, incluso se hizo amigo personal de Fidel Castro para demostrar que usted no era un títere del imperialismo yankee sino un populista con simpatías por los líderes del socialismo latinoamericano (Castro y Allende), mientras a su exjefe de doce años lo mandó de embajador a la España de Franco, como si hubiera querido deshacerse de una alimaña ponzoñosa. Usted era una verdadera caja de sorpresas, yo misma no termino de asombrarme de lo que usted hizo en apenas seis años de gobierno, ¿cuánto tiempo más me tomará averiguar sus secretos?
Le confieso que el aspecto que más he estudiado de su periodo es la llamada guerra sucia. No se imagina cuántas horas he dedicado a revisar los archivos desclasificados de la SEGOB. En esos millares de documentos he encontrado declaraciones de gente detenida y desaparecida, fichas signaléticas, cadáveres, rostros torturados, pueblos enteros tomados por el ejército, civiles espiados, comunicaciones telefónicas intervenidas, seguimiento a personajes de la farándula, en fin, usted sabe mejor que yo lo que contienen esos archivos, ya que usted recibía una copia diaria de lo que la DFS, la DGIPS y la SEDENA producían. Más difícil de digerir que los archivos han sido las entrevistas con sobrevivientes de sus políticas de terror, pero entiendo que es un despropósito hablarle al verdugo del dolor que ocasiona entre sus víctimas. El sociópata es el extremo opuesto del empático. Sabe, es muy perturbador pensar que todo aquello transcurrió mientras usted recibía a los exiliados latinoamericanos de izquierda con los brazos abiertos.
El hijo de un militar me contó que, en su calidad de comandante en jefe de las fuerzas armadas, usted presidió el consejo de guerra que juzgó a su padre por insubordinación y traición. Usted pidió que el acusado fuera desaparecido de forma permanente, pero por una situación familiar excepcional, otro militar logró hacerlo cambiar de opinión y le perdonaron la vida. El susodicho salió libre después de varios años en las mazmorras del Campo Militar núm. 1. No sabe cuántas veces me he preguntado si usted decidía periódicamente a qué personas desaparecer y a cuáles liberar, o si dejó eso en manos de sus siempre leales colaboradores, Mario Moya Palencia, Hermenegildo Cuenca Díaz, Fernando Gutiérrez Barrios, Luis de la Barreda Moreno. ¿Quién tomaba esas decisiones? Desaparecer a mil o dos mil mexicanos se dice fácil pero fue un trabajo tremendo. A la mayoría los tuvieron presos por semanas, meses o años, torturados, vejados, en condiciones infrahumanas. Usted destinó secretamente una cantidad del presupuesto de la federación para financiar estos actos lesivos para, finalmente, mandar a estas personas a ser ejecutadas, cremadas o arrojadas al mar desde aviones de la Fuerza Aérea Mexicana. ¿Por qué? ¿Había algo que esos ciudadanos hubieran hecho que ameritara semejante despliegue de recursos por parte del Estado mexicano? Concedo que usted entró en pánico cuando los grupos guerrilleros empezaron a aparecer en cada rincón del país, pero ¿en verdad pensó que esas células desarticuladas y sin potencia de fuego iban a desestabilizar su administración? Supongamos que sí lo pensó, entonces acláreme, ¿por qué se aplicaban métodos de terror a los detenidos, muchos de los cuales no tenían que ver con los guerrilleros, más allá del parentesco? Esto es sin duda lo más grave de todo, pues siendo usted abogado, en lugar de cumplir con el debido proceso, ordenó que se ejerciera la máxima violencia contra gente que ya estaba sometida y a merced del aparato de seguridad.
No creo que nadie con sentido común pueda siquiera proponer que usted no tuvo nada que ver con estas operaciones sistemáticas de terror estatal. Yo lo conozco sin conocerlo, sé de su afán de control, de su obsesión por los detalles y su sentido de omnipotencia narcisista. Bien haría usted en decirnos la verdad que le negó a Rosario Ibarra, la madre que lo encaró desde que su gobierno desapareció a su hijo en 1975. Esa verdad elusiva nadie la conoce mejor que usted, ya que usted fue el arquitecto del circuito desaparecedor. ¿Quién más pudo haber sido, si sólo usted conocía los sótanos del régimen priísta desde 1946? Desde luego, no digo que usted lo haya hecho solo. Qué hubiera sido de usted sin la complicidad de miles de burócratas silenciosos, sanguinarios y eficientes.
Me intriga que haya tanto silencio en torno a su sexenio, habiendo tantas cosas por indagar. De esos temas desconocidos, me gustaría preguntarle si la contrainsurgencia se financió con el dinero proveniente del narcotráfico, o si esa fue una innovación de José López Portillo. La contrainsurgencia no es barata, ¿de dónde salieron esos millones de pesos para mantener a miles de soldados en campaña, con uniformes, pertrechos, parque, etc.? Trato de calcular lo que costaba la gasolina de los helicópteros y aviones que se usaban todos los días para el transporte y desaparición de los presos y no me salen las cuentas. Eso sin mencionar los millones que usted destinó a gasto social, los famosos programas de acción cívica, para aplacar a los campesinos. Lo imagino a usted, recibiendo esos reportes sobre las comunidades rurales bombardeadas en la Sierra de Atoyac, Guerrero, donde el ejército llevó a cabo un auténtico genocidio contra la población acusada de simpatizar con la guerrilla de Lucio Cabañas. Si no le importaba la gente, ¿al menos le preocupaba todo lo que se estaba gastando? ¿Cómo pensaba recuperar ese dinero? Cuando los estadounidenses hacen la guerra, los negocios florecen. En el caso de usted, sigo sin encontrar la lógica económica de su guerra sucia.
Me parece paradójico que usted haya enfrentado cargos por el genocidio del 2 de octubre, que técnicamente no fue un genocidio, y que nadie lo haya acusado por el genocidio real, demostrable e incontrovertible que cometió en Guerrero. Ya sé que usted nunca tuvo empacho en eliminar civiles, al margen de su género, etnia o edad, pero ¿en verdad pensaba que esos campesinos que estaban en el último grado de la pobreza representaban una amenaza a la seguridad nacional, o que tenían la más mínima probabilidad de derrotar al ejército mexicano, totalmente respaldado por su contraparte estadounidense? No, señor Echeverría, no hay nada que justifique la saña con la que usted actuó en Guerrero y, en general, contra cualquier civil que tuviera algún vínculo directo o indirecto con los grupos guerrilleros.
Y ojalá sólo hubieran sido guerrilleros. No se me escapa que usted firmó un convenio con el presidente Ford para intensificar la militarización de la lucha antinarcóticos en 1975. A partir de entonces, el ejército se sintió en plena libertad de aplicar a los presuntos narcotraficantes los mismos métodos contrainsurgentes que usaban contra los presuntos guerrilleros. En el noroeste mexicano, especialmente en municipios como Badiraguato, Sinaloa, usted mandó a sus huestes a agredir, torturar, violar, saquear y extorsionar a los campesinos, con la garantía de impunidad total. Es factible que usted no tuviera la menor idea del problemón que le estaba generando al país, pues desde su centralismo exacerbado, pensó que esos paisanos no tenían ningún valor ni peso político. Parafraseando a uno de los guerrilleros a los que usted desapareció, Ignacio Arturo Salas Obregón, dirigente de la Liga Comunista 23 de Septiembre, “quien siembra vientos, cosecha tempestades.” El problema es que los vientos que usted y su camarilla sembraron, los tuvimos que cosechar muchas generaciones de mexicanos. Mire lo que son las cosas, algunos de esos campesinos a los que usted mandó aterrorizar se convirtieron en sicarios hiperviolentos y líderes del narcotráfico de clase mundial, como el famoso Chapo Guzmán de Badiraguato.
Es mucho lo que quisiera preguntarle a usted en torno al narcotráfico, ya que de acuerdo con la DEA algunos de sus cuñados Zuno eran traficantes de heroína, pero me da la impresión de que, si usted ha sido tan parco con el tema de su afición a la violencia, con la cuestión del crimen organizado sus labios permanecerán sellados, pues tal vez ese y no otro sea el origen de la multiplicación misteriosa de su riqueza. Usted dirá que todos los políticos se enriquecen en el servicio público, que esos son los usos y costumbres no escritos de la política mexicana, pero desafortunadamente usted concluyó su sexenio llevando al país a su peor crisis económica y a la primera devaluación del peso en décadas. Mientras millones de mexicanos padecían las consecuencias de una política económica irresponsable, usted se disponía a disfrutar de esa riqueza sospechosa. No he tocado hasta ahora su conflicto con el empresariado, pero para lograr que hasta la derecha lo detestara, usted tuvo que ser verdaderamente errático en su conducción del país.
Me queda claro que los bebés y niños torturados con toques eléctricos, los cientos de mujeres que fueron violadas multitudinariamente por policías y militares, los civiles que fueron arrojados al mar para que sus cadáveres nunca fueran encontrados, las decenas de miles de familias destrozadas por la represión y las madres que no tienen una tumba dónde llorar a sus hijos, nunca le han quitado el sueño, pero usted no se va a salvar de la verdad histórica. Cualquier investigador que se ocupe de su persona y su sexenio con rigor, detenimiento y puntillosidad, descubrirá la evidencia necesaria para concluir que usted cometió crímenes de lesa humanidad, por los que desgraciadamente nunca ha sido juzgado, a pesar de su impactante longevidad. Yo sospecho que su impunidad no es sólo debida a los buenos oficios de su abogado Juan Velázquez, sino al hecho de que los priístas que le deben su carrera a usted, como Manlio Fabio Beltrones, aún lo protegen.
Lo que nadie ha estudiado hasta ahora es su capacidad para banalizar el mal. Nadie nos puede explicar cómo es que después de contemplar las fotos y videos de los horrores que cometían los aparatos de seguridad nacional contra miles de civiles, usted tenía el aplomo para ir a escuchar a Olga Breeskin, como cualquier ciudadano común y corriente adicto a las ficheras. Muchas veces me he preguntado qué clase de país puede producir a individuos como usted. He buscado explicaciones históricas, sociológicas y hasta psicológicas. Por ejemplo, recuerdo las declaraciones de la periodista Isabel Arvide, ahora cónsul de México en Turquía, quien asegura que fue amante de usted y menciona otros episodios pocos conocidos de su vida, como su presunta bisexualidad. De ser esto cierto, es indignante que usted tuviera la desfachatez de acusar a los guerrilleros de ser homosexuales en su cuarto informe presidencial, usando esa categoría para estigmatizar, como si fuera algo negativo y repudiable, siendo que el no heterosexual era usted.
Esto me hace rememorar al personaje Galio de la novela homónima de Héctor Aguilar Camín, quien es un homosexual de closet. Galio está inspirado en uno de los colaboradores de usted en la vida real, Emilio Uranga, artífice de la guerra psicológica contra la izquierda. Forzando un poco la interpretación de la novela, uno pensaría que esos individuos de personalidad de suyo sociopática, que fueron obligados por la sociedad a habitar en el clóset y circunstancialmente se vieron colocados en la cima del poder, ejercieron una venganza despiadada contra todos, haciéndoles saber lo que es vivir en un régimen represivo. ¿Fue ese su caso, señor Echeverría? Quiero enfatizar el aspecto de la personalidad sociopática, pues desde luego la gente obligada a habitar el clóset en general no construye circuitos de exterminio. Seguramente me estoy desviando al meterme en un área que no es de mi competencia profesional, pero créame, le he dado tantas vueltas al asunto, intentando buscar una explicación a la crueldad extrema que usted desplegó como servidor público, que me frustra enormemente no tener una buena interpretación al respecto.
Decía el gran Cervantes que la verdad siempre flota sobre la mentira como el aceite sobre el agua. Lamentablemente, no es así, la verdad no se produce de forma automática y sin esfuerzo. Mucho menos en el caso en que los perpetradores de atrocidades escapan a cualquier control democrático, ciudadano y jurídico para ser llamados a cuentas y juzgados conforme a derecho. Sospecho que, así como usted nunca ha tenido el valor de darle la cara a la sociedad mexicana por todo el daño que le causó, mucho menos dará respuesta a esta carta. Sólo espero que ya no tenga los instrumentos para hostigarme, aunque con usted y sus adeptos uno nunca sabe. Sin embargo, ni siquiera la perspectiva de recibir un daño por parte de usted sería impedimento para dar a conocer los acontecimientos de su sexenio; es mi deber ciudadano explicar cómo la violencia de la que usted fue en gran medida protagonista, nos dejó un legado muy difícil de sobrellevar a las nuevas generaciones de mexicanos. Por supuesto, no lo culpo de todo, pero su sexenio fue una de las peores calamidades en ese rosario de adversidades que caracterizan a la historia mexicana. Espero que usted viva muchos años más, para que constate que el juicio de las nuevas generaciones sobre usted no será nada benigno. Usted borró a los desaparecidos del mapa, pero no hay poder humano capaz de borrar toda verdad histórica. Tenga la plena certeza de que usted pasará a la historia como uno de los poquísimos mexicanos a los que se les puede calificar de genocidas.
Atentamente,
Adela Cedillo
Historiadora
Publicado originalmente en Revista Común: Carta al ex-presidente Luis Echeverría Alvarez