He ido a Iguala tres veces en mi
vida, una de paso en un viaje turístico hace más años de los que puedo recordar;
la otra cuando hacía investigación de campo sobre la guerra sucia en 2005, y la
última en 2011, después de asistir al entierro de Isabel Ayala Nava, la viuda
de Lucio Cabañas asesinada arteramente junto con su hermana el 3 de julio, al
salir de un templo en Xaltianguis, Guerrero. El 4 de julio un amigo me hizo el favor
de llevarme en coche de ida y vuelta de la ciudad de México a Guerrero. En el
camino de ida habíamos escuchado historias sobre cabezas desolladas al lado de
la carretera; narco-retenes donde asaltaban, violaban y torturaban a civiles
indefensos; asesinatos indiscriminados de personas que ingresaban a ciertas
zonas de Guerrero con placas del estado de Michoacán. Nos habían informado
también que las hijas de Isabel habían recibido amenazas de muerte y que
la gente temía que un comando llegara al entierro a matar a todos los presentes,
como había ocurrido en otras ocasiones. El clima en el panteón era
extraordinariamente tenso. Estábamos rodeados por la policía federal, miembros
de un batallón del ejército y halcones del cartel que controlaba la plaza. La
familia estaba destrozada, no sólo por el dolor de perder a un ser querido sino
porque el crimen fue de una saña inaudita. Las mujeres, baleadas y atropelladas
se desangraron en la vía pública porque el ministerio público tardó horas en
llegar. Guerrero es un narcoestado y todos sabíamos que el narcoestado la mató,
pero quién? Bajo qué motivos? Por qué con tanta sevicia? El entierro y el
acompañamiento a la familia concluyeron alrededor de las 9:30 pm y regresamos
de inmediato a la capital. Mis nervios estaban en ebullición. Nunca había
sentido tanto miedo en mi vida, ni en mis etapas de activista, cuando la
policía nos perseguía, nos gaseaba y nos golpeaba, ni cuando hacía trabajo de
campo en la selva lacandona y los militares me detenían y me tomaban fotos. Mis
entrañas estaban comprimidas, como si estuvieran formando un nudo muy apretado.
Tenía tanto miedo que comencé a reír histéricamente, todas mis emociones
estaban trastocadas. Hicimos escala en Iguala porque mi amigo tenía que recoger
unas cosas en casa de su familia. Eran alrededor de las 12:00 am. Después de
estar en una plaza totalmente dominada por los Beltrán Leyva pensaba que Iguala
era un lugar seguro pero mi amigo me dijo que nadie salía por las noches porque
la ciudad también estaba bajo control del crimen organizado y se había vuelto
muy insegura. No lo hubiera imaginado nunca. Iguala, cuna de la independencia.
Iguala, la ciudad a donde cualquier iba a comprar oro barato y a visitar sitios
históricos… convertida en una plaza más de la narcoguerra. No nos topamos con
ningún narco-retén, pero en todo el camino estaba aterrada ante la posibilidad
de ver una cabeza o un cuerpo desollado, o de que nos parara una banda de
sicarios y nos torturaran, violaran y desmembraran así nada más porque sí. Lo
que viví el 3 y el 4 de julio me dejó con stress postraumático. Los primeros
días sentía que no podía respirar, me sofocaba, me ahogaba. Durante semanas no
pude dormir y cada que sonaba el teléfono pegaba un brinco hasta el techo.
Después vinieron las pesadillas, el llanto inconsciente y mi obsesión por
hablar de los descabezados. Durante muchos meses no podía hablar de otro tema
con cada persona con la que me encontraba. Cuando viajaba fuera de mi ciudad no
podía observar el paisaje de la carretera por más de dos minutos por miedo a
ver una escena grotesca. Sabía que necesitaba ayuda profesional pero se suponía
que yo era la que ayudaba a las víctimas. No hay nadie que ayude a los que
ayudan.
A
fines del 2011 me mudé de país y no volví a saber nada de Iguala, excepto
noticias esporádicas. El gran golpe vino el 28 de septiembre de 2014 con la noticia
de la matanza de Iguala y la desaparición forzada de 43 normalistas de
Ayotzinapa. Los normalistas! Mis compitas, con los que había coincidido en
tantas marchas y eventos, tan jóvenes unos y casi niños otros, pero muy conscientes y
muy radicalizados todos ellos. Los primeros días la información fluía a cuenta gotas y de
forma terriblemente confusa. Mi primera impresión fue que algunos estudiantes
estaban escondidos y otros habían sido apresados y la policía no quería dar
informes. El 4 de octubre la fiscalía del estado empezó a filtrar la versión de
que los 43 estudiantes desaparecidos habían sido incinerados en fosas. La
presión me bajó súbitamente, me dolió hasta la última capa del corazón. Después
vinieron otras tantas versiones, cada una más macabra que la anterior. La versión oficial afirmaba que fueron quemados en un basurero y sus huesos triturados y arrojados a un río. Sospechaba, como todos, que esa no era la verdad, pero algo adentro de mí sí quedó calcinado y triturado. Fui testigo indirecto de la guerra de baja
intensidad en Chiapas; me especialicé en el estudio de la guerra fría;
investigué la masacre de Tlatelolco, la guerra sucia y sus centenas de ejecuciones
y desapariciones forzadas; me tocó de cerca lo de Atenco; fui activista contra
la desaparición forzada entre 2004 y 2011. Sí, había dirimido cantidades
industriales de terror, pero ningún golpe dolió tanto como Ayotzinapa. Eran
unos chavitos, combativos, acelerados, sí, pero unos chavitos inocentes. Quién podía
haber cometido una atrocidad de esta magnitud? Cuál era el móvil de la infamia?
Yo me
inicié en el activismo estudiantil a los 15 años. Mi primera acción con el
contingente al que pertenecía fue participar en la toma de un autobús para ir a
la marcha conmemorativa de la masacre del 2 de octubre de Tlatelolco, desde la
Preparatoria #8 hasta el centro de la Ciudad de México (exactamente la misma razón por la que los normalistas de Ayotzinapa fueron a Iguala y tomaron camiones). Qué activista
estudiantil de escuela pública no tomó un autobús en su vida porque era
demasiado pobre para pagar? La diferencia es que en “mis tiempos” las
probabilidades de que un camión transportara droga clandestinamente eran
demasiado bajas. Si, como sugieren los miembros del GIEI, el operativo contra
los estudiantes fue resultado de que tomaron camiones cargados con droga, sin
que tuvieran la menor noción al respecto, toda la putrefacción del Estado
mexicano y de la iniciativa privada quedaría al descubierto. El ayuntamiento de
Iguala y su policía municipal, los cárteles de la droga, la policía federal, el
ejército, el gobernador del estado, las empresas Estrella Blanca y Estrella
Roja, todos quedarían evidenciados en su colusión con la producción y trasiego
de drogas.
La tragedia
de Iguala es el rostro de México, de su profunda descomposición, de la ruptura
de su estructura moral, de la clase de individuos inescrupulosos y abyectos que
monopolizan el poder político, económico y militar. Si en un país a unos
chavitos el narcoestado les puede detener, torturar, asesinar, incinerar y desaparecer los restos sin dejar huella por haber tomado unos autobuses, y si
gobierno federal se niega a hacer justicia para no revelar que el ejército
participa en el narcotráfico, entonces ese país no sirve para nada, para nada.
Hay que destruirlo y construir otro. Ya pasó un año, la impunidad persiste, el
dolor es más agudo que nunca, las consignas no alcanzan. Pero este dolor que no
nos abandona es el que nos impulsa a no rendirnos ante un enemigo que encarna
la maldad químicamente pura. Tlatelolco, Iguala, Ayotzinapa, no olvidamos, no
perdonamos, no nos reconciliamos, y no nos rendimos, carajo, no nos rendimos.