sábado, 30 de octubre de 2021

Barrer la casa propia

 En los últimos meses, en México se ha aprobado la formación de una comisión de la verdad, de nombre inesperadamente largo, como el de la Fiscalía Especial para Movimientos Sociales y Políticos del Pasado (FEMOSPP). La comisión es resultado de la tenacidad de los colectivos de familiares de víctimas de desaparición forzada y sobrevivientes del periodo conocido como guerra sucia o terrorismo de Estado. A la mayoría de los colectivos y personas involucradas en el proceso los conocí a partir de 2002, cuando la administración de Fox hizo un compromiso por juzgar a los funcionarios públicos que habían cometido graves violaciones a los derechos humanos en el pasado, promesa que no sólo estuvo lejos de cumplir, sino que saboteó activamente, al crear una fiscalía especial en lugar de una comisión de la verdad y al someter a la primera a temas de coyuntura política para meter presión o negociar con las fuerzas vivas del PRI. 

El estado de indefensión de los familiares y sobrevivientes de la violencia de Estado, agraviados hasta la ignominia e ignorados por décadas, me conmovió profundamente. A los primeros que conocí en un evento público fue a los integrantes del Foro Permanente por la Comisión de la Verdad, entonces encabezado por David Cilia y Enrique González Ruiz. Ellos hacían reuniones todos los lunes por la noche, después del horario laboral, en un café de chinos cerca del metro Zapata. Por algún tiempo, fui asidua participante de sus reuniones y colaboré voluntariamente en algunas de sus actividades de rescate de la memoria de los exguerrilleros, como la transcripción de propaganda de organizaciones armadas de los 1970 y de testimonios de víctimas de tortura. Yo era una estudiante  de 22 años que recién acababa de terminar la licenciatura y que no tenía nada claro cómo podría ser su inserción en el mundo fuera de las aulas. De pronto, me encontraba en un espacio que nunca imaginé, escuchando testimonios de persecución, tortura, cárcel y desaparición, sorprendiéndome y lamentando todo el tiempo que esas atrocidades hubieran sido silenciadas por décadas. Supongo que no tenía la madurez ni la capacidad para procesar esas revelaciones ni el nivel tan extremo de afectación de las víctimas, todo me rebasaba, lo único que tenía claro es que quería ser útil de alguna manera.

En 2003, los compañeros del Foro Permanente me invitaron a una caravana que un grupo de exmilitantes organizaban para conmemorar el aniversario del asalto al cuartel de Madera, Chihuahua el 23 de septiembre, un episodio emblemático del comienzo del movimiento armado socialista mexicano. Yo recién había tenido el privilegio de conocer a Florencio Lugo Hernández, sobreviviente del asalto, en la casa de Carlos Montemayor en la CDMX, mientras éste lo entrevistaba. La perspectiva de visitar los lugares a los que don Florencio aludía me pareció muy excitante y acepté subirme al autobús que haría un recorrido de días hasta su destino final en la Alta Sierra Tarahumara. En ese viaje conocí a mucha gente que tendría un papel fundamental en mi vida en las siguientes décadas. Madera fue un "game changer." Estar frente a la tumba de Arturo Gámiz, muerto en la flor de sus 25 años, saber sobre su vida y lucha por boca de sus compañeros, Salvador Gaytán, Ramón Mendoza y Francisco Ornelas, asistir a la presentación de la novela de Montemayor "Las armas del alba" y ser testigo del apego comunitario por los guerrilleros, me sacudió enteramente. Como lo he narrado muchas veces, ese fue el momento en que decidí que quería estudiar a los guerrilleros mexicanos. 

Mi primer paso fue elegir un objeto de estudio. Entre los pocos temas de los que había leído algo, las FLN destacaban como un grupo del que no se sabía casi nada, a pesar del libro policiaco de Carlos Tello, "La rebelión de las cañadas." Me interesé así por estudiar la masacre de Nepantla de 1974. Originalmente, mi idea era escribir un artículo breve al respecto. Un 26 de octubre de 2003, visité la casa grande de Nepantla directamente, parecía abandonada, tomé fotos del exterior y empecé un trabajo de entrevistas con personas que podían darme una pizca de información. Porque siempre eran eso, pizcas. Nunca una narración extensa, acabada y convincente. En general, era un silencio borroso, que no alcanzaba a musitar algo coherente.

Un día, los compañeros del Foro Permanente me invitaron a una protesta contra Echeverría en la Fiscalía Especial para Movimientos Sociales y Políticos del Pasado. Ahí conocí a gente que me indicó que ellos estaban yendo al Archivo General de la Nación a sacar expedientes de la guerra sucia. Me pareció un dato interesante y al día siguiente fui al AGN. Después de consultar un instrumento de consulta muy básico, me dirigí a la galería 2, donde estaba el fondo de la Dirección General de Investigaciones Políticas y Sociales. Casi inmediatamente después de abrir un legajo, encontré las declaraciones de Elisa Irina Sáenz Garza y Raúl Enrique Pérez Gasque del 9 de abril de 1974, quienes habían sido detenidos en la selva lacandona y trasladados a la Base Aérea de Santa Lucía, para posteriormente -asumo- ser llevados a la prisión clandestina del Campo Militar No. 1. Saber que Tello, quien había tenido acceso a los expedientes de Gobernación, había afirmado que ellos habían sido ejecutados en la selva, cuando en realidad sabía que los capturaron vivos, me llenó de estupor. A partir de ese día, visité el archivo a diario, con una consistencia inquebrantable. Pasaba horas leyendo los expedientes y tomando notas. No tenía dinero para fotocopiarlo todo y no estaba permitido tomar fotos. Reproduje algunas fojas y transcribí otras, con paciencia de santo. Me intrigaba saber qué tanto sabían las familias de lo que había pasado. Decidí buscarlos, a todos. Sorprendentemente los encontré, a todos. Y nadie tenía idea de la existencia de esas fuentes. Tuvieron que asimilar la idea de que sus familiares estaban desaparecidos, cuando los habían dado por muertos por años. Algunos familiares mostraron interés en darle seguimiento al tema y empezamos un proceso de colaboración de búsqueda de los desaparecidos, el cual empezaba en el AGN y tenía como segunda parada la FEMOSPP. En el ir y venir a la fiscalía conocí a muchos familiares que interponían denuncias, declaraban o aportaban información sobre sus propios casos, por ejemplo, a Aleida Gallangos, quien buscaba a su hermano desaparecido en la infancia con una pasión y tenacidad que he visto pocas veces en la vida.

El círculo de víctimas se ampliaba geométricamente ante mis ojos. Cómo era posible que esa guerra hubiera sido oculta por tantos años? Por qué las víctimas habían sido ignoradas por tanto tiempo? Por qué la sociedad mexicana seguían sin reaccionar ante las denuncias de los peores horrores? La indiferencia de los mexicanos hacia la guerra sucia, hasta el día de hoy, es uno de los legados más dolosos del largo reinado del partido único de Estado. Esa indiferencia alimentó en mi un sentido de compromiso moral con las víctimas, no sólo las de las FLN sino todas, en general. Fue así como empecé un trabajo un poco errático de entrevistas con familiares de víctimas, en la búsqueda de los desaparecidos. En el proceso pasaron varias cosas: colaboré en la organización de un grupo de hijos de desaparecidos que adoptaron el nombre de "Nacidos en la tempestad" por sugerencia mía; ayudé a Aleida Gallangos a averiguar que su hermano vivía en la ciudad de Washington D.C., lugar donde, finalmente, lo encontró; le saqué sus expedientes del AGN a decenas de familiares y sobrevivientes de la guerra sucia; contribuí a esclarecer dudas de muchas personas que vivieron esa época, cuyas respuestas estaban en los archivos y, lo más importante de todo, a través de la red de contactos que tejí, ayudé a que algunas familias se reencontraran físicamente. Tal fue el caso del hijo de Joaquín Porras Baños y Lilia Jiménez Sarmiento. Por mi intermediación telefónica, él se contactó con la familia de su padre. Del mismo modo, Leonor Porras Baños supo que el hombre con el que había procreado una hija, Leopoldo Angulo Luken, había fallecido décadas atrás. La puse en contacto con la única persona que podía confirmarle el deceso, Miguel Topete, compañero de armas de Angulo.

Todo este trabajo fue desinteresado y sin paga, lo que provocó una reacción violenta de un puñado de comités de familiares de desaparecidos que llevaban décadas monopolizando el tema. Debo aclarar que  otros comités, como el Foro Permanente, nunca me atacaron, a pesar de los desacuerdos que llegamos a tener. En cambio, los del monopolio, desde el principio me trataron como si yo fuera competencia, como si quisiera quitarles su protagonismo en el tema o a sus "clientelas" (así veían y trataban a sus miembros), con mucha molestia porque yo enfatizaba que más del 90% de las víctimas del periodo no pertenecían a ningún comité. Circularon toda clase de rumores e infundios contra mi persona, como que yo era infiltrada de la SEGOB, e intentaron poner a la propia gente de la organización a la que asesoraba en mi contra. La inquina de los ataques me parecía exagerada y hasta machista (yo era una mujer sola, pero siempre me echaron montón), sin embargo, nada me amilanaba ni me impedía seguir en la ruta de lo que estaba haciendo, una investigación histórica con auténtica utilidad social. 

Y así, yo seguí con mi trabajo y el puñado de comités con sus intrigas, esa fue nuestra normalidad por muchos años, hasta que recibí una amenaza de muerte indirecta en los mismos términos en que los comités me descalificaban, lo que me obligó a confrontarlos. Envié una relación de hechos a la CNDH aclarando el origen de los rumores y la amenaza de muerte que se cebaba sobre mí. Básicamente, al difamarme como una infiltrada de la SEGOB, los comités me habían puesto en una situación de suma vulnerabilidad, en la que un grupo oscuro les había tomado la palabra y quería ejecutarme. Hice pública la amenaza en mi blog y recibí apoyo de colegas de la comunidad académica, quienes hicieron una carta en mi apoyo. En esos años terribles de normalización de la violencia extrema (2010-2011), cosas como la que me pasaron eran irrelevantes ante las masacres, "levantones" y destazamientos que se anunciaban en los medios todos los días. Otra cosa que hice, que ahora lamento, fue haberle advertido al señor Jaime Laguna que él también estaba en la lista de candidatos a ejecución del grupo oscuro, como otro presunto infiltrado de la SEGOB. El confrontó directamente a mi fuente y ésta, en vez de confirmar haber sido testigo presencial de la reunión donde se dio a conocer la lista, negó saber cualquier información al respecto. Yo sabía que la versión que me dio a mí era verdadera y la que le dio al señor Laguna, falsa, pero no insistí en el tema. Lamentablemente, años después el señor Laguna ha distorsionado ese episodio inventándome un conflicto con el EPR y el EZLN que nunca he tenido. Jamás insinué, ni por error, que el grupo oscuro que nos amenazó proveniera de ahí. En sus reiteradas agresiones a investigadores, sobre todo a quienes contribuimos a evidenciar que él no fue un militante clandestino de la Liga Comunista 23 de Septiembre, como lo presume, el señor Laguna siempre saca esta mentira a colación, pues él sabe los efectos que esto puede tener, para ponerme en una posición de vulnerabilidad.

Estaba muerta de miedo, en la paranoia total. Sin embargo, no doblé las manos, seguí con mi trabajo de investigación y acompañamiento a víctimas, hasta que mataron a Isabel Ayala, viuda de Lucio Cabañas, en Xaltianguis, Guerrero, el 3 de julio de 2011. Pese a lo difícil de las condiciones, me trasladé con dos valientes a Xaltianguis, al funeral, para acompañar a su familia en un momento tan terrible. Ahí supe lo que era la guerra de verdad. En Ciudad de México estábamos blindados de sus horrores, pero Guerrero era escenario de lo peor. En el camino sólo cerraba los ojos para no encontrarme con descabezados o colgados. La perspectiva de que nos parara un narco-retén, era aterradora. Las cosas que contaba la gente sobre la guerra de los cárteles me hacían un nudo en el estómago. Era una carnicería inaudita y los métodos de tortura eran peores que cualquier cosa que hubiera escuchado o leído antes. Esos días se cuentan entre los más aciagos de mi vida.

Este episodio ignominioso coincidió con un conflicto que tuve con la gente de Nacidos en la tempestad. Ellos llevaban tiempo cuestionando mi independencia crítica, diciéndome que no podía pretender estar con las víctimas y al mismo tiempo querer escribir una historia objetiva. Terminé por darles la razón, si para ellos la condición de hacer cosas para llevar a juicio a los represores y reparar el daño a las víctimas, era que yo renunciara a la independencia académica, prefería renunciar al colectivo, así nadie censuraría mis escritos por no estar de acuerdo con mi versión de los hechos. Mi salida del colectivo se dio en circunstancias muy ríspidas. Acusé a los compañeros de cobardes por no haber hecho lo suficiente para apoyar a Micaela Cabañas, la hija de Isabel Ayala. Al mismo tiempo, Fritz Glockner me confrontó indirectamente a través de un personero (nunca de frente y mirándome a los ojos) en torno a las versiones sobre la muerte de su padre. Supongo que él sentía que yo le disputaba su derecho a considerarse víctima por haber descubierto que, en efecto, a su padre lo ejecutaron las Fuerzas de Liberación Nacional por considerarlo un delator, y no la Brigada Blanca, como él aseguraba. El señor Glockner desde entonces me aborrece y me difama entre sus contactos, pero siempre en la penumbra, nunca públicamente. No ha tomado nota de que las mismas FLN han reivindicado el ajusticiamiento de su padre. Y sin embargo, eso no le quita su condición de víctima, puesto que las autoridades nunca investigaron la ejecución de Glockner y su compañera Nora Rivera, ni aprehendieron a los responsables. En el relato del guerrillero heroico, el único héroe es el que cae en manos del enemigo. Yo nunca adopté ese marco, siempre insistí en dos cosas: por un lado, que Glockner y Rivera fueron salvajemente torturados y que resistieron por un día entero antes de llevar a la policía a la casa de Nepantla y, por otro lado, que las FLN aplicaban códigos de guerra a sus militantes, completamente rígidos y sin atenuantes. Desde esa estrechez militarista se produjo la doble ejecución. En la visión de los Nacidos en la tempestad, esto implicaba una deslealtad a las víctimas. Según ellos, yo simplemente debía haber adoptado la versión de Glockner. A caso tendrían razón en cuanto a que no se puede pretender estar con las víctimas y ser imparcial? No lo sé, pues he sabido de casos exitosos de colaboración entre investigadores y víctimas, donde no se da ese tipo de condicionamiento y censura, debido a la madurez y al nivel de diálogo profundo entre las partes.

El puñado de colectivos en mi contra, a los que se sumaron Nacidos en la Tempestad (mi creación, mi Frankenstein), pese a tener algún poder político-mediático, representaban a muy pocas víctimas. Yo seguí apoyando a víctimas en varios estados de la república y manteniendo relaciones cordiales con otros colectivos de sobrevivientes de la violencia de Estado, aún incluso después de que tomé la decisión de irme de México, en medio de un stress post traumático muy fuerte y una profunda decepción por todo lo que estaba pasando. Dejé, tras de mí, un puñado de comités que se despedazaban entre sí por el derecho de erigirse en los únicos representantes del movimiento de víctimas de la guerra sucia, un país destrozado y herido por la violencia extrema del crimen organizado y de las corporaciones policiacas y militares corrompidas y un número cada día creciente de personas que buscaban a sus familiares en fosas clandestinas y entre las cabezas que se guardaban en las morgues. Estas fueron las verdaderas razones por las que decidí salir del país, ya no podía con tanta toxicidad, me estaba evenenando y matando por dentro.

Estos días cumplo diez años de haber salido de México. En todos estos años he tenido la posibilidad de pasar largas temporadas en mi hometown. Seguí con mis iniciativas para escribir la historia, abrir los archivos, memorializar a las víctimas, buscar a los desaparecidos, recuperar testimonios. Era poco lo que podía hacer, pero ese poco, lo hice con mucho compromiso y convicción. Ese trabajo me ha ganado el cariño de algunos, el respeto de muchos y la envidia de otros tantos que no soportan que haya metido mi cuchara en casi todos los estados de la república donde hubo guerra sucia. A ellos no les importaba que nadie más hiciera trabajo con esas víctimas, simplemente no querían que yo lo hiciera. A algunos los dejé de ver hace diez años y ahora que me los topo otra vez siguen ahí, congelados en el tiempo, con el mismo discurso de odio y desconfianza, en el lugar de siempre. Será este un efecto prolongado de la represión, de la necesidad de reconocimiento y del sentido de que la sociedad, en su conjunto, debe repararles con creces el sufrimiento? Me dan tristeza tanto encono y canibalismo, pero me doy cuenta de algo. Debí barrer la basura de mi casa hace mucho tiempo. No privilegiar el silencio, la distancia y el respeto por gente que juega muy sucio y no se respeta ni a sí misma. Debí confrontarlos públicamente y ponerlos en su lugar, pues finalmente si ellos nunca lo han hecho respecto a mí, es porque saben que llevan las de perder ante una audiencia general, sin más pruebas que sus intrigas y mentiras. Este escrito es mi primer esfuerzo por nombrar algo que siempre me resultó muy doloroso: la deslealtad y la traición de gente a la que me volqué a ayudar de múltiples formas. Seguramente cometí errores, pero estoy completamente segura que ninguno de ellos justifica el nivel de intriga y calumnia del que he sido objeto. Yo seguiré mi trabajo con las víctimas, de la narcoguerra,  de la guerra sucia, de la cristiada, de la revolución, de todas aquellas violencias en las que el Estado arrasó con la memoria de los de abajo y los condenó al olvido y al silencio. Y ahora lo haré con más brío y alegría, pues al fin, al fin logré barrer la casa por completo, sin pena ni duelo.

Finalmente, sé que algunos colectivos de los que he mencionado, tienen un papel protagónico en la nueva comisión de la verdad. Por un lado, celebro que les haya llegado la hora, llevaban mucho tiempo luchando y esperando una respuesta del Estado. La comisión es una pequeña medida de justicia que todos deberíamos festejar. Por otra parte, me pregunto si algunos querrán censurar a los investigadores como quisieron censurarme a mí, o los dejarán trabajar en libertad de mantener su independencia crítica. Me pregunto, también, cómo abordará la comisión temas que resultan tan complicados, como las ejecuciones internas de la guerrilla, los "otros desaparecidos," los relatos familiares que contradicen la evidencia documental (como el caso Glockner), los tiroteos colectivos con daños colaterales, en los que participaron algunos de los familiares de las víctimas, etc. Lo he platicado con algunas de ellas; unos piensan que no es hora de hablar de eso, que nuestra sociedad no está preparada para ese debate. Otros consideran que debe darse a conocer todo, sin censura. Es México y no nos podemos poner de acuerdo en nada. Yo hubiera intentado apostar a la educación, mostrando a los familiares la importancia de la verdad histórica para alcanzar la verdadera reconciliación nacional, con base en el ejemplo de otros países. Evidenciar lo nocivo de las políticas de censura informativa, que no sólo no resuelven sino que pueden agravar los problemas. Finalmente, enfatizar que el responsable mayor de lo ocurrido, de lo que no puede caberle duda a nadie, es el Estado mexicano. El reto mayor de la comisión, sin embargo, no está en estos temas secundarios, sino en encontrar el paradero de los desaparecidos. Sin eso, ningún esfuerzo valdrá la pena. Si en algo nos podemos poner de acuerdo, a pesar de un pasado de diferencias y desencuentros, de inquinas y rencores, que sea en la búsqueda expedita de los desaparecidos.