domingo, 10 de julio de 2022

Cien años de impunidad

Echeverría a su salida de la FEMOSPP, después de haber sido llamado a declarar por el halconazo en 2004. Fue increpado por miembros del Comité '68, quienes le gritaron: "Asesino!"

 
El expresidente Luis Echeverría Alvarez (1922-2022), sobre cuyas prácticas represivas he escrito ampliamente en este blog, falleció a los cien años y seis meses en la impunidad total, sin haber roto jamás el pacto de silencio y sin haber revelado el paradero de los mil desaparecidos de su sexenio. Esto es lo primero que me vino a la cabeza cuando supe la noticia.

No abundaré en su trayectoria, de la que a grandes rasgos me ocupé en la carta que le envié en abril de 2021. Quisiera hacer el recuento de cómo es que Echeverría y su sobrevida se convirtieron en una obsesión para mí, al punto de que una veintena de contactos me escribieron entre el 8 y 9 de julio para preguntarme si ya sabía que Echeverría había fallecido y cómo me sentía al respecto. Agradecí enormemente sus anticondolencias. Mi desprecio a Echeverría no viene del hecho de que uno de mis tíos hubiera estado entre los estudiantes golpeados por el ejército durante el movimiento estudiantil de 1968, o de que mi familia paterna hubiera sido testigo presencial de la represión a los estudiantes -incluida la masacre de Tlatelolco-, lo cual les produjo secuelas físicas y mentales. Soy una persona que, en general, no tiene capacidad para odiar a nadie, pero mi odio a Echeverría se gestó en la cotidianidad del contacto con cientos de víctimas de la guerra sucia en casi todos los estados de la república.

Creo que el primer día que le deseé la muerte a Echeverría fue en un evento de víctimas, por ahí de 2002, donde un joven relató que su hermana había sido torturada por agentes de la DFS con toques eléctricos cuando tenía tres años de edad y aún conservaba las marcas de las quemaduras. Los padres de la niña ya habían sido detenidos y torturados, pero fueron obligados a presenciar lo que hacían con su hija para que delataran más rápido a sus compañeros. Me pareció una escena dantesca. Era indignante y fuera de toda proporción que los responsables de esos hechos gozaran del anonimato y la impunidad.

Por la pesada tradición de intocabilidad que caracteriza a la clase política mexicana, me resultaba más fácil desearle la muerte a Echeverría que albergar la esperanza de verlo preso. Sin embargo, la creación de la FEMOSPP hace veinte años, generó la ficción de que era posible investigar, indiciar, condenar y sentenciar a un expresidente. Como ciudadana, me sumé a la convocatoria del Comité '68 para dar esa lucha.

El fiscal Ignacio Carrillo Prieto solicitó órdenes de aprehensión a Echeverría y sus secuaces por el delito de genocidio en los casos de las masacres del 2 de octubre de 1968 y el 10 de junio de 1971, sin un precedente judicial que respaldara dicha tipificación. Ambas averiguaciones previas estaban mal integradas y en ninguno de los dos casos se presentó la evidencia necesaria para procesar a Echeverría. Si en verdad se hubiera querido que pisara la cárcel, en ambos casos se hubiera acudido a recabar evidencia para probar que se cometió el delito de desaparición forzada, de carácter imprescriptible. Sin embargo, el fiscal acudió a argucias jurídicas para rechazar categóricamente esta tipificación. Hay que aceptar que tenía un buen pretexto, pues a pesar de que México había suscrito la Convención Interamericana sobre Desaparición Forzada de Personas, el Senado había impuesto dos candados para garantizar la impunidad de los regímenes anteriores. La primera era una reserva que reconocía el fuero de guerra por delitos cometidos por militares en servicio, impidiendo con ello que fueran juzgados en tribunales civiles. La segunda era una declaración interpretativa  que establecía que los delitos se juzgarían a partir de la entrada en vigor de la convención (2002 en adelante). 

Por otra parte, a pesar de las decenas de testimonios de que, tanto en Tlatelolco como en San Cosme el ejército recogió cadáveres y, presuntamente, los desapareció, los agentes del ministerio público decían que no habían logrado ubicar a ninguna familia que tuviera un desaparecido derivado de dichos acontecimientos. Concedo que ha sido muy difícil ubicar a esas familias, pues muchos estudiantes provenían de otras partes de la república, estaban solos y murieron en el anonimato. Sin embargo, si el gobierno realmente hubiera querido conocer los nombres de las víctimas, hubiera hecho una campaña extensiva en medios de comunicación, algo que nunca ocurrió.

El delito de genocidio no se podría demostrar en ninguna de las dos masacres porque 1) no hubo un discurso ni una práctica de exterminio contra los estudiantes, como sí se aplicó, por ejemplo, contra los grupos guerrilleros. 2) No había cuerpo del delito. No se presentó la evidencia física necesaria para demostrar que se usó una tecnología policiaca o militar conducente al exterminio de un grupo nacional, como sí ocurrió con la guerra sucia, donde se atacó de forma indiscriminada a la población de municipios como Atoyac de Alvarez, Guerrero a través de diferentes tácticas y estrategias, v. gr. tierra arrasada, aldea estratégica, bombardeos, cerco a la producción, cerco de hambre, persecución basada en el parentesco, separación de padres e hijos, detenciones generalizadas, tortura extensiva, desapariciones masivas, ejecuciones clandestinas, vuelos de la muerte. 3) El número de víctimas presentado era demasiado bajo (22 para Tlatelolco, 11 para el halconazo), lo que era contradictorio con el criterio de sistematicidad del genocidio. 

Estoy segura que el fiscal tipificó mal los delitos que investigaba con alevosía y ventaja, a sabiendas que serían rechazados por la PGR, entonces dirigida por el general represor Rafael Macedo de la Concha. Los cientos de casos de desaparición forzada fueron tipificados como privación ilegal de la libertad en su modalidad de plagio o secuestro, que es un delito que sólo pueden cometer particulares, no servidores públicos. La cereza de este pastel de impunidad fue la concesión de la prisión domiciliaria a adultos mayores de 70 años. Por si fuera poco, de acuerdo con las leyes mexicanas, nadie puede ser juzgado dos veces por el mismo delito, por lo que no podrían volver a reabrirse los expedientes que la FEMOSPP echara a perder judicialmente.

Lo más lesivo para las víctimas y sus aliados fue la simulación. Nos hicieron creer que el proceso de justicia transicional iba en serio y, a pesar de nuestro escepticismo, caímos en el juego. Cientos de personas interpusimos demandas o aportamos evidencia al ministerio público. Todo quedó en nada. Echeverría jamás fue condenado por uno solo de los delitos que cometió como subsecretario y secretario de Gobernación ni como presidente.

En el caso del halconazo, los tribunales rechazaron otorgar órdenes de aprehensión, argumentando que el delito de genocidio había prescrito. En 2005, la Suprema Corte de Justicia de la Nación -a pesar de estar corrompida hasta el tuétano-, se apegó al principio universal de que el genocidio es imprescriptible. Sin embargo, hubo un nuevo revés para la FEMOSPP en tribunales, pues se determinó que el 10 de junio no había sido un genocidio sino homicidio calificado y éste ya había prescrito. Nadie negó que se hubiera cometido un delito ni se afirmó que Echeverría no fuera culpable, sólo se dijo que el tiempo de la justicia ya había caducado.

En 2006, por iniciativa del entonces jefe de gobierno de la CDMX Alejandro Encinas, el halconazo llegó hasta la Suprema Corte de Justicia de la Nación, la cual rechazó ejercer su facultad de investigación, afirmando que la FEMOSPP ya había investigado los hechos.

El caso de la masacre de Tlatelolco también tuvo muchos avatares en tribunales. Por breve tiempo, en 2006 se concedió la prisión domiciliaria a Echeverría, pero en 2007 el Tercer Tribunal Colegiado en Materia Penal determinó que  si bien el 2 de octubre del '68 se había cometido el delito de genocidio, no había pruebas que acreditaran la responsabilidad de Echeverría. Esta resolución fue apelada por la parte acusadora, para ser confirmada por el Quinto Tribunal en 2009. De no ser algo tan trágico, sería una comedia de las equivocaciones. A esos jueces corruptos  me hubiera gustado preguntarles: si hubo genocidio y el Secretario de Gobernación, que orquestaba toda la represión en esa época, no tuvo nada que ver, entonces por qué no buscaban a los culpables materiales?

Técnicamente, en ambos casos Echeverría fue exonerado del delito de genocidio por el sistema de impartición de justicia. En la izquierda nos consolamos con victorias pírricas. Qué si le hicimos pasar un mal rato, que si se estuvo encerrado en su casa un tiempo, con algunas interrupciones (de julio de 2006 a marzo de 2009), que si fue acusado del delito más grave del mundo, etc. El hecho es que no pagó nada de lo que debía.

A posteriori, puede decirse que el desastre institucional de la PGR-FEMOSPP y el sistema judicial anticipaban ese resultado. A eso hay que sumar el hecho de que tres funcionarios de Fox, el Procurador General Macedo de la Concha, el Subsecretario de la Defensa Delfino Mario Palmerín Cordero y el Secretario de Seguridad Pública, Alejandro Gertz Manero,  hubieran estado embarrados hasta el cuello en el aparato contrainsurgente de los setenta y ochenta. Ellos jamás hubieran permitido que uno de los suyos fuera juzgado en tribunales civiles o militares.

Aquél verano de 2006, en que el Comité '68 y aliados esperábamos afuera de la SCJN la resolución del caso del halconazo, el "abogado del diablo," Juan Velásquez, ingresó a la sala después de toparse con nuestra protesta. Tenía una sonrisa de oreja a oreja y se dio el lujo de saludarnos a los presentes con la mirada y con alguna expresión cordial, como un auténtico gentleman (a mí incluso me tocó el hombro, causándome estremecimiento). El sabía de antemano que tenía ganado el caso. 

Ser testigo de toda esa corrupción e impunidad no hacía sino acrecentar mi odio profundo hacia Echeverría y hacia el Estado mexicano, que en lugar de garantizar nuestros derechos los vulnerabla de múltiples formas. Nos negaron el derecho a la verdad, a la justicia,  y a la memoria. La reparación del daño a las víctimas comenzó en el sexenio de Peña Nieto de forma bastante tardía, desigual, episódica y revictimizadora.

Lo único que me quedaba, como consuelo de tontos, era desearle la muerte a Echeverría todos y cada uno de los días de mi vida. A lo largo de 20 años, no faltó quien me dijera que yo debería ir a terapia. Se burlaban de mí por personalizar el caso. Para mí era claro que tenía que ver conmigo en la dimensión colectiva del impacto de la disfuncionalidad de las instituciones, en el fracaso de la impartición de justicia que nos deja a los ciudadanos a merced de los criminales de todo tipo y, sobre todo, en lo relativo a los crímenes de lesa humanidad. Los años sangrientos del PRI me lesionan en lo más profundo de mi dignidad y mi consciencia, no importa que no me haya tocado vivir aquella época ni importa el tiempo transcurrido. Fueron actos contra natura y cualquier persona que conviva con las víctimas se daría cuenta de la vigencia de esas atrocidades. Asimismo, cualquier persona con sentido común entendería que Echeverría fue uno de los arquitectos  la violencia de Estado que nos persigue hasta la actualidad a través de instituciones con mentalidad contrainsurgente como el ejército, la marina y las corporaciones policiacas, que de tanto en tanto torturan, matan y desaparecen civiles sin rendirle cuentas a nadie. 

México es un océano de horrores e impunidad. Claramente Echeverría es un símbolo del surgimiento de ese México barbárico, pero no fue un hombre solo ni actuó por mera sociopatía. Fue una pieza de un partido, el PRI, que demostró que estaba dispuesto a transgredir cualquier límite con tal de tener el monopolio del poder y llevarse el famoso carro completo.

Confieso que fue desgastante desearle la muerte a Echeverría durante todo ese tiempo (no le deseo la muerte a nadie más), pero su sobrevida era una afrenta a sus víctimas y a la nación. No voy a mentir ni a apelar a una hipócrita corrección política. Es lamentable que haya muerto impune, no nos merecíamos eso. Sin embargo, me alegra que haya un genocida menos en esta tierra. Un genocida que ya no estará viviendo una vida cómoda, producto de su riqueza malhabida (la especulación inmobiliaria con la que se enriqueció alucinantemente al terminar su sexenio) y sin ser molestado por nadie. Si hay un más allá, espero que nunca descanse en paz. También espero que la sociedad mexicana entienda, de una vez por todas, que no podemos permitir jamás el ascenso de otro Echeverría ni aguantar otros cien años de impunidad. Por su parte, Andrés Manuel López Obrador pasará a la historia como el último presidente que pudo haber juzgado a Echeverría por sus crímenes de lesa humanidad y prefirió mantener el pacto de silencio e impunidad.

miércoles, 6 de julio de 2022

Alberto Guillermo López Limón, el pionero olvidado


El exguerrillero e investigador Alberto Guillermo López Limón falleció el 3 de junio del 2021 y, a la fecha, no se han hecho homenajes a su memoria. Me parece un hecho triste y paradójico, debido a que Alberto hizo esfuerzos denodados por ser reconocido como el gran especialista en las organizaciones político-militares mexicanas del periodo conocido como guerra sucia. Sin embargo, ese mismo afán aisló a Alberto de la endeble comunidad de personas que buscábamos especializarnos en la guerra sucia. Era un "gatekeeper" que no simpatizaba con la idea de que otros investigadores le hicieran sombra. Lamentablemente, esta actitud tuvo un impacto muy negativo en lo referente a las investigaciones institucionales sobre la guerra sucia llevadas a cabo tanto por la FEMOSPP como por la Comisión de la Verdad de Guerrero. Alberto perteneció a ambas y fue uno de los encargados de escribir los reportes finales, pero a este tema regresaré líneas abajo.

Hay muchas cosas por las que quisiera reconocer la labor de Alberto y otras tantas de su trayectoria que me dejaron con muchas interrogantes. Lo que consigno a continuación, se basa en las memorias de mis conversaciones con Alberto, con algunos datos verificados en sus escritos. Para empezar, hay que decir que Alberto se unió muy joven al Movimiento de Acción Revolucionaria (MAR), después de que esta organización clandestina hubiera perdido a dos de sus líderes emblemáticos, José Luis Martínez y Elín Santiago Muñoz en 1981. Lo reclutó la célula del MAR de Juan Carlos Mendoza Galoz e Hilda Austreberta Escobedo Ocaña, ambos desaparecidos por el Grupo Jaguar en diciembre de 1981. Alberto fue especialmente cercano a Hilda a quien, me consta, buscó por todos los medios a su alcance.

Alberto se sumó al MAR cuando la organización había sido mayormente desmembrada y sólo quedaban células que reivindicaban el membrete. Estas intentaron forjar una coordinadora con otros grupos diezmados por la contrainsurgencia, como la ACNR, el Movimiento 16 de Septiembre y las FAL, formando así la "Cuadrilátera," de donde surgiría la nueva ACNR como organización abierta, en 1983. El MAR entró entonces en un proceso de descomposición que culminó en su disolución en 1987 y en la posterior participación de muchos de sus exmilitantes en el Frente Democrático Nacional primero y en el PRD después. Alberto responsabilizaba a Mario Saucedo (miembro de las alas clandestina y abierta de la "Cuadrilátera") del olvido de la agenda revolucionaria y el corrimiento a la socialdemocracia. Alberto estuvo entre quienes declinaron incorporarse al PRD, tras la fundación del partido en 1989, aunque sí se sumó a la corriente perredista denominada Red de Izquierda Revolucionaria (REDIR), por ahí de 2005.

Alberto me contó que participó en asaltos que no fueron reinvidicados como acciones guerrilleras sino como crímenes comunes, a fin de evitar el seguimiento policiaco. Quizá el problema de lo que Alberto contaba de su vida militante es que no había nadie que saliera a corroborar lo que decía. Él mismo era conciente de que se ponía en duda su pasado y nadie lo trataba como exguerrillero, pues su militancia había ocurrido en un periodo de inactividad generalizada de los grupos armados. Además, al MAR se le había dado por terminado después de 1981. Yo misma he puesto en duda algunas de las cosas que Alberto hizo y escribió, pero su militancia no fue una de ellas. Su forma de describir lugares, personajes, casas de seguridad, reuniones, operativos, accidentes, caídas de cuadros, etc., no podía ser un mero producto de su imaginación. De lo único que podría habérsele acusado es de haber sido demasiado clandestino y haber pasado desapercibido. No faltó quien hubiera sospechado que era un policía infiltrado, pero esa acusación era tan generalizada en la izquierda que perdía todo sentido.

Alberto también me contó que como militante del MAR, una de sus tareas fue infiltrar el Comité Eureka para apoyar la lucha por la presentación de los desaparecidos. Lo que describiré a continuación son anécdotas contadas por Alberto a personas que estudiábamos esos temas, pero hasta donde sé, él nunca se atrevió a decir nada de esto en público. Agradezco que, en su momento, me tuviera la confianza suficiente para compartirme algo que, a todas luces, le pesaba en la conciencia. Alberto tenía tres grandes críticas al liderazgo de doña Rosario Ibarra de Piedra, cifradas en: 1) el manejo de recursos; 2) el ocultamiento de la información sobre el paradero de los desaparecidos que le hacían llegar a Rosario por diversas fuentes y 3) que Rosario hubiera establecido una alianza con el PRT, desdeñando al resto de las organizaciones de izquierda.

Sobre el primer punto, Alberto decía que doña Rosario monopolizaba como un patrimonio personal los recursos que recibía el Comité Eureka por parte de individuos y grupos solidarios, poniendo como ejemplo  una de sus giras de recaudación de fondos en Europa. Ahí, doña Rosario consiguió que una organización holandesa creara un programa para que los ciudadanos del país de los tulipanes "adoptaran" a los desaparecidos mexicanos, mandándoles recursos a sus familias. Sin embargo, tales recursos no le llegaron a ninguna familia mexicana, ya que eran depositados a la cuenta de doña Rosario y nunca se transparentaba el uso de los fondos ante el resto de los miembros del comité. La versión de Alberto del rompimiento de doña Rosario con los familiares de desaparecidos de Guerrero iba en el mismo sentido. Alberto decía que la doña se quedaba hasta con el producto del "boteo" (petición de dinero en la vía pública) de los activistas de Eureka y que cuando estos le preguntaban en qué se usaban esos fondos, no había respuesta. Los guerrerenses, desairados, le pidieron a la doña que les regresara las fotos de sus deudos, a lo que ésta se negó, echándole sal a la herida. "Desde entonces, Rosario no podía poner un pie en Atoyac", según Alberto.

Alberto también criticaba la inactividad de doña Rosario respecto a los informes que recibía por parte de expresos que habían logrado salir vivos de las instalaciones emblemáticas del terror estatal (campos de tortura y exterminio), así como de militares y policías arrepentidos. Según Alberto, un exguerrillero que estuvo en Pie de la Cuesta, le contó a doña Rosario que tiraban a los desaparecidos al mar en aviones del ejército. Unos militares le hablaron de un horno crematorio en el Campo Militar No. 1. Otros le habrían hablado de un hospital que tenía una zona secreta a donde habían sido vistos los últimos desaparecidos. Alberto también contaba que, cuando alguien circuló el rumor de que los desaparecidos mexicanos habían sido llevados a una prisión clandestina en una isla de Chile, Rosario se había trasladado hasta allá para pedir informes. Contrasta que Rosario buscara a los desaparecidos vivos con el hecho de que se negara a aceptar cualquier posibilidad de que estuvieran muertos, lo que anulaba de antemano la demanda de la búsqueda forense. Esta actitud, que casi siempre le aplaudieron, tenía un lado negativo, pues Rosario nunca exigió una explicación oficial sobre los presuntos vuelos de la muerte y los hornos crematorios clandestinos. México jamás tuvo un programa oficial de búsqueda forense de desaparecidos de la guerra sucia y se puede asegurar que esto fue en parte debido al rechazo rotundo de Rosario -en su calidad de diputada, senadora o asesora del PRD- a que esto se llevara a cabo.

Hubo otros exmiembros del Comité Eureka que corroboraron lo que Alberto decía al respecto, aunque ninguno quiso asumir la responsabilidad de cuestionar públicamente la reputación de la figura más emblemática y querida del movimiento de derechos humanos en México. El cruce de información me permitió establecer la credibilidad testimonial de Alberto. El no tenía nada personal contra la doña, simplemente contaba lo que había vivido directamente. Tampoco lo decía para desprestigiarla sino porque le interesaba que se supiera la verdad sobre los desaparecidos. En esa búsqueda de la verdad por encima de todo y todos, coincidíamos.

Después del desencanto por la militancia, Alberto se concentró en la investigación. El no era historiador de oficio ni se manejaba con el rigor que la disciplina demanda. Se graduó de sociólogo, pero tampoco aplicaba los métodos sociológicos. Lo que él hacía era bastante empírico. Recopilaba toda la información que encontraba sobre un tema y la aglomeraba cronológica o temáticamente, sin seguir una metodología clara o criterios de selección. Todo cabía en sus escritos, por lo que, en general, producía mamotretos de cientos de páginas. Algo que hay que reconocer de sus tesis de licenciatura y maestría es que las redactó cuando el silencio sobre esos temas y la falta de fuente eran apabullantes. Alberto fue un pionero indiscutible.

La apertura del tema de la guerra sucia a comienzos del sexenio de Fox y la creación de la Fiscalía Especial (FEMOSPP) colocaron a Alberto en una posición privilegiada de acceso a la información. La primera encargada del área de investigación histórica de la FEMOSPP, Angeles Magdaleno, renunció en 2004 por diferencias personales con el fiscal Ignacio Carrillo Prieto. Ese mismo año, yo decliné elaborar un informe histórico sobre la guerra sucia que el fiscal me pidió, el cual sería en su visión un "libro blanco" sobre el periodo. El fiscal entonces convocó al abogado José Sotelo Marbán para integrar un equipo de investigadores para elaborar dicho informe. Alberto quedó a cargo de una parte de la redacción. Lo que el fiscal no anticipó es que el equipo, que adolecía de expertos en el tema (aunque contaba con varios exmilitantes y activistas que habían vivido aquella época), produciría un informe totalmente favorable a los guerrilleros y a las víctimas del terror estatal. El informe tenía graves problemas de forma y fondo, pero era el primer documento que nombraba a miles de víctimas e incorporaba los archivos policiacos para exhibir el entramado de la contrainsurgencia.

En ese entonces yo coadyuvaba con el ministerio público como colaboradora de familiares de desaparecidos de las FLN. De vez en cuando pasaba a la oficina de Alberto y él me mostraba documentos que habían encontrado y los comentábamos. Alberto no iba personalmente al AGN a buscar los materiales, había un equipo de recopiladores encargados de esa labor. Alberto concentraba todos los materiales después de que éstos habían sido escaneados.

Alberto había repartido con algunos jóvenes investigadores sus escritos y su base de datos sobre los desaparecidos, la cual era la más amplia que existía en aquél entonces. Yo leía todo lo que nos pasaba y, en el proceso, encontré muchísimos errores. Alberto no era cuidadoso en el manejo de los datos; tenía, por ejemplo, la mala costumbre de asumir parentescos y lugares de origen de personas que tenían apellidos homónimos y se equivocaba mucho con las fechas. Le hice notar estos problemas de falta de precisión e información inventada y esto le generó un enorme recelo y resentimiento contra mi persona. Era como si en lugar de reconocer la vastedad de su erudición lo cuestionara por errores que él consideraba nimios. Sin embargo, para mí no eran nimiedades. En esos años yo buscaba a los desaparecidos con auténtico frenesí y necesitaba que cada dato estuviera escrupulosamente verificado.

En febrero de 2006, alguien del equipo de investigación histórica de la FEMOSPP filtró un borrador del informe final al National Security Archive. En cuanto me enteré, intenté leer el documento de corrido. Fiel al estilo de Alberto, se trataba de un mamotreto de aproximadamente ochocientas páginas distribuidas en una decena de capítulos, con serios problemas teórico-metodológicos, una aglutinación bastante caótica de información y decenas de errores en datos y fechas. El documento distaba mucho de ser un informe breve que cualquier ciudadano pudiera leer para enterarse de los crímenes de Estado durante la guerra sucia. El nivel tan especializado de información interpelaba a los expertos o interesados en el tema pero, al mismo tiempo, el caos hacía la lectura insufrible. Quizá por ello nadie defendió a los investigadores que hicieron el informe de la terrible embestida de la PGR, la cual los corrió y se negó a pagarles sus salarios. Incluso, Sotelo Marbán fue inhabilitado del servicio público por diez años, en venganza por haber tomado el lado de las víctimas y no el de las instituciones. El informe final que le fue entregado a Carrillo Prieto nunca fue asumido oficialmente. En su lugar, Carrillo o su jefe, el general Rafael Macedo de la Concha (quien fuera también parte de las redes contrainsurgentes de la guerra sucia) ordenaron que el informe fuera censurado, modificado y reducido a su mínima expresión. Este informe rasurado fue colocado brevemente en el sitio web de la PGR y no tuvo ninguna repercusión pública, pues nunca se presentó oficial ni extraoficialmente. Desde luego, el Estado tampoco pidió perdón a las vícitmas ni siguió ninguna de las recomendaciones del informe censurado.

La situación de la falta de pago fue terrible para Alberto, quien nunca gozó de una buena situación económica y tenía muchos problemas de salud, al parecer derivados de su juventud en la clandestinidad. En otro sentido, Alberto salió de la FEMOSPP con las manos llenas, llevándose en formato digital todos los documentos que su equipo había obtenido del AGN. Una vez, en una reunión, Alberto me presumió que tenían 200 fichas signaléticas de los desaparecidos, las cuales tenían las fotos y huellas de los detenidos, presuntamente tomadas en Circular de Morelia #8 (la sede de la DFS) o en el Campo Militar No. 1. Le pedí que compartiera las fichas conmigo, pero nunca accedió a hacerlo.  Para mi enorme sorpresa, tampoco las compartió con la Comisión de la Verdad de Guerrero. Nunca supe qué pasó con esas fichas de las que Alberto y sus allegados tanto se jactaban de haber conseguido. Son un material fundamental para escribir la historia de los desaparecidos.

En 2006, tras el cierre de la FEMOSPP, Alberto y otros exguerrilleros y académicos intentamos impulsar el Centro de Investigaciones Históricas de los Movimientos Sociales "Rubén Jaramillo Ménez." A pesar de que la mayoría de los integrantes no reconocíamos a Jaramillo como precursor de las guerrillas socialistas, Alberto impuso su criterio personal en la elección del nombre, ya que él había escrito extensivamente sobre el líder morelense. En ese espacio empezaron a aflorar las diferencias clásicas en torno a los dirigentes y los ejecutantes. Alberto asumía un liderazgo nato que no todos estábamos dispuestos a reconocerle. En mi caso, yo respetaba su antigüedad y sus contribuciones, pero no perdía ocasión para manifestar mis dudas sobre la solidez de su trabajo. Y es que, a partir de que Alberto tuvo acceso a los archivos de la DFS, dejó de investigar para dedicarse a transcribir los reportes policiacos y convertirlos en libros. Así, comenzó a escribir decenas de esbozos biográficos y artículos y a sacar un libro tras otro. Casi no hacía entrevistas ni consultaba otras fuentes, al final se convirtió en un mero reproductor de las versiones de los agentes de la DFS, a las que aderezaba con un lenguaje de izquierda, a favor de los guerrilleros y las víctimas. Claramente, se trataba de una combinación frankinsteniana insostenible.

No es que Alberto no hubiera tenido acceso a una gran diversidad de fuentes. Él es uno de los pocos investigadores que entrevistó a exagentes de la Brigada Blanca y a policías que participaron en la contrainsurgencia. Nos contaba, por ejemplo, de las reuniones secretas que hacían los exmiembros de la Brigada Blanca, en la que circulaban el alcohol y la cocaína al por mayor (todo esto mucho antes de que ellos mismos se vanagloriaran de sus encuentros vía Facebook). Alberto también refirió que un conocido suyo estuvo en las guardias presidenciales de López Portillo y fue testigo del gusto del presidente por ambos insumos. "Cuando se caía de borracho, se la curaba con cocaína," comentaba con un gran desprecio hacia estos personajes envilecidos. Entonces, se preguntará el lector, qué impedía a Alberto usar toda clase de fuentes en sus escritos? Creo que su falta de familiaridad con la metodología del historiador lo hacía pensar, positivistamente, que la verdad estaba contenida en los documentos de la DFS y que ninguna otra fuente era tan valiosa como esa. 

El Centro de los Movimientos Sociales no funcionó por varias razones. Alberto comenzó una especie de microlinchamiento contra mi persona y yo me salí de la asociación; después supe que todos terminaron peleados entre sí. Para mí, fue curioso descubrir que mientras Alberto se había negado a proporcionarme materiales y contactos que hubieran sido cruciales para mi investigación, a estudiantes que identificaba como discípulos incondicionales les compartía esas fuentes. Aunque no todas, pues siempre guardaba un as bajo la manga para sentirse imprescindible.

Alberto mantuvo los mismos criterios personalistas y patrimonialistas cuando estuvo al frente del equipo de la Comisión de la Verdad de Guerrero, lo cual lo distanció de muchos investigadores que colaboraron en ese proyecto. Alberto quería llegar a conocer la verdad sobre la guerra sucia, pero sobre todo, quería ser reconocido como una especie de dueño del tema, por haberlo vivido y por haber conocido a algunos de los protagonistas del periodo. Ese mismo reconocimiento que él esperaba obtener, se lo negaba a otros investigadores. No es pues de extrañar que no haya ninguna celebración de su obra y legado.

En mi opinión, pese a sus errores o problemas de personalidad (de los cuales ninguno de nosotros se libra), nadie le puede quitar a Alberto su lugar como uno de los pioneros en el estudio de la guerra sucia. Gracias a él supimos cosas sobre la vida interna de varias organizaciones que, de otro modo, hubieran quedado ocultas para siempre. La parte menos encomiable de su trabajo son sus libros basados en los reportes de la DFS, pero no hay que olvidar que eso no fue lo único que escribió. Sus primeras obras son muy valiosas porque rompieron el silencio y demostraron que era posible escribir sobre el tema con base en entrevistas, hemerografía y los documentos de las organizaciones armadas que habían logrado sobrevivir escondidos o pasados de mano en mano. 

No dejo de pensar qué habría pasado si Alberto hubiera antepuesto la necesidad de encontrar a los desaparecidos a su patrimonialismo sobre el tema. De no ser por su carácter divisivo, quizá hubiéramos podido conformar un auténtico equipo de trabajo que hubiera llegado mucho más lejos de lo que cualquiera de los especialistas ha llegado en lo individual. Quizá hubiéramos podido oponernos con fuerza a la estrategia de Rosario Ibarra de rechazar y sabotear la búsqueda forense y hubiéramos podido encontrar los restos de algunos desaparecidos. Ya sé que "el hubiera" no tiene ningún sentido, pero no puedo sino lamentar que las cosas se hayan dado así y que aún a la fecha haya quienes desde actitudes patriomonialistas y protagónicas, reproducen los mismos vicios de Alberto y, por ende, sus mismos fracasos. Este post es mi respuesta a la pregunta de por qué en México no hemos encontrado a los desaparecidos. Que se hable no sólo de la ignominia del Estado sino también de quienes se erigieron como dueños del tema y sabotearon esfuerzos ajenos por encontrarlos.

Lamenté mucho no haber podido reconciliarme nunca con Alberto, pues me hubiera gustado decirle que, aunque no me gustaba su obra, siempre reconocí su condición de pionero y le agradecía todas las conversaciones que tuvimos sobre las organizaciones armadas, los guerrilleros, los desaparecidos, el Comité Eureka, la Brigada Blanca y demás. Nunca olvidaré todo lo que aprendí de él. Descanse en paz.