martes, 13 de julio de 2021

Mario Álvaro Cartagena López, “El Guaymas”

Guaymas es una ciudad portuaria en el estado de Sonora. El día que conocí a “El Guaymas,” me pareció extraño que tuviera ese apodo por el simple hecho de haber nacido en el puerto. Ocurría que su familia se había trasladado a Guadalajara y a él le había tocado que el barrio lo identificara por su lugar de origen. Lo vi tantas veces que no recuerdo el día exacto en que nos conocimos, pero me parece que fue en el año de 2003. Pudo ser en un evento relacionado con las víctimas de la guerra sucia, de esos que se llevaban a cabo con frecuencia a partir del 2001, bajo el espejismo de la transición democrática. O tal vez en una protesta frente a la Fiscalía Especial para Movimientos Políticos y Sociales del Pasado. Lo cierto es que me sorprendió mucho saber que era sobreviviente de la Liga Comunista 23 de Septiembre y que le habían cortado una pierna a consecuencia de la negativa de la Dirección Federal de Seguridad a procurarle la atención médica que requería, después de haber sido herido de siete balazos en un enfrentamiento con la policía. No sé si quien lo hubiera escuchado hubiera podido ser indiferente a su testimonio. Desde luego, yo no lo fui. Era una mezcla muy inusual de denuncia de hechos terribles, contada con un humor negro descarnado y, sobre todo, con muchísimo dolor invisible.  

            Sé que el Guaymas no confió en mí cuando me le acerqué y tímida y torpemente le pregunté: “usted fue guerrillero de la Liga?” Como si no fuera exactamente eso lo que acababa de escuchar de viva voz. El Guaymas se burló acremente, me dijo algo así como que si no había puesto atención a lo que dijo. No perdonaba nada y tenía una personalidad arrolladora. A su sombra siempre estaba su amigo Ernesto Araiza, escuchando y opinando de todo. No pude explicarle a Mario que sólo quería entablar una conversación con él, aunque no tenía idea por dónde empezar. En aquel entonces no sabía casi nada sobre la Liga. No es que ahora sepa demasiado, pero me sacude pensar que hubo un momento donde mi cabeza era una página en blanco al respecto.

En ocasiones posteriores, tanto Guaymas como sus familiares, a quienes conocí también en eventos de sobrevivientes, me preguntaron a rajatabla que si era policía. La pregunta era tan desconcertante como ofensiva, pero yo les contesté con mucha firmeza que no tenía idea de dónde sacaban eso. Mi interés por las actividades del rescate de la memoria de la guerra sucia era tanto político como profesional. Yo buscaba la verdad sobre hechos de los que nunca había escuchado nada. Me sentía engañada y defraudada por la escuela, los medios, las autoridades. ¿Por qué nadie nos había dicho que había habido una guerra sucia en los sesenta y setenta y que había miles de víctimas anónimas profundamente traumatizadas, que iban por la vida silenciadas e invisibilizadas, con sus cuerpos torturados o mutilados?

Guaymas, hay que decirlo, era uno de los poquísimos que se habían atrevido a romper el silencio y enfrentar las consecuencias. Cobarde no era, nunca lo fue. Por militantes como él se supo que en los sótanos del Campo Militar No. 1 vivía un número indeterminado de detenidos-desaparecidos en condiciones infrahumanas. El había sido presentado por una cadena de coincidencias que pasaron por una fotografía de su torso desnudo en algún periódico amarillista, que permitió a su madre Chela reconocerlo y empezar a buscar ayuda. Su grito de auxilio llegó hasta Rosario Ibarra de Piedra, quien se encontraba en alguna actividad en el extranjero y pudo denunciar el caso ante Amnistía Internacional. Llegaron miles de telegramas al gobierno de López Portillo de fuera, exigiendo la presentación con vida de Mario Álvaro. Desde mayo de 1978 en que Mario fue liberado del Hospital Militar No. 1, donde le amputaron la pierna, hasta el final de su vida, nunca dejó de denunciar esos hechos, como parte del Comité Eureka.

Mario no sólo era un sobreviviente de desaparición forzada. También fue uno de los guerrilleros míticos que se fugaron del penal de Oblatos, Jalisco, en enero de 1976. Fue un combatiente que participó en multitud de asaltos bancarios y secuestros políticos y fue preso político en dos ocasiones. La primera vez fue detenido el día de su cumpleaños, el 19 de febrero de 1974. Fue torturado por el inmisericorde Florentino Ventura, algo que presumía casi como si fuera un mérito de combate. Y es que a Ventura solía pasársele la mano. Tras haberse fugado, Mario se reincorporó a la Liga, donde militó por poco más de dos años, un tiempo bastante largo para un militante promedio. Su sobrevida estaba en función de su audacia y destreza con las armas. Siempre decía que no es que no tuviera miedo, pero que, ante todo, era muy fuerte en su conciencia. La segunda vez, después de ser liberado del Campo Militar No. 1, Mario se aventó cuatro años en el Reclusorio Norte. De ahí no se fugó pero salió amnistiado.

            Desde mi torpe pregunta hasta aproximadamente 2009, conviví mucho con Mario y los suyos. Ellos tenían el don de hacerte sentir parte de su familia extendida. Mario y yo nos hicimos más cercanos a raíz de que me lo encontraba hasta en la sopa. Recuerdo una ocasión, por ahí de 2004, una marcha por los derechos de la comunidad LGBT+ en la que coincidimos. Después de la protesta hubo un show transgénero en el Museo de la Ciudad de México. Cuando Mario me vio, sonrió, como si fuéramos cómplices de una travesura. Me dijo algo así como: “¿qué haces aquí?” Yo iba por invitación de un amigo gay, él no sé por qué, no recuerdo que hayamos hablado nunca de esos temas. También me lo encontré una vez en una marcha contra los feminicidios en Ciudad Juárez. Mario era ajonjolí de todos los moles.

            De forma azarosa, fui testigo del momento en que se tejió una amistad inusual entre Raúl Alvarez Garín, dirigente del Comité ‘68 Pro Libertades Democráticas y el Guaymas. Aunque Raúl nunca había coincidido políticamente con la guerrilla, le interesaba mucho que se difundieran los casos de las víctimas de la guerra sucia y veía en Mario a un ejemplo vivo de las secuelas de la guerra. Tras esta inusual adopción, Mario se convirtió en un miembro activo del Comité, donde me lo encontré muchísimas veces, ya que Raúl me invitaba periódicamente a sus oficinas, ya fuera para tratar algún asunto relacionado con esos temas o para reuniones casuales, convivios, comidas de fin de año. Yo nunca decía que no a nada. Intuía que me había tocado ser la última generación en convivir con esa izquierda setentera, aunque esa no era mi motivación principal. En verdad, disfrutaba mucho la compañía de esos viejos de acero inoxidable. Eran una caja de sorpresas.

El Guaymas, por ejemplo, era muy espontáneo. Una vez estábamos en su casa, era de noche y me dijo: “te voy a llevar a donde eran los mariscos favoritos de David Jiménez Sarmiento.” Nos fuimos en su coche y cuando llegamos solté una carcajada. Se desconcertó y me dio una de esas miradas que lo caracterizaban, impenetrables e inquisidoras, con los lentes un poco caídos. Sé que me decía sin decir: “¿de qué te ríes cabrita?” Le aclaré que yo había vivido en una colonia aledaña a Mixcoac toda mi vida, que sin querer ya me había dado ride a casa y que esa marisquería la conocía bien, lástima que estuviera cerrada. El Guay se acordaba hasta del tipo de pescado que ordenaba Jiménez Sarmiento en ese lugar. Era su “comanche” y lo admiraba por todo: desde su presencia física hasta su capacidad militar y su don de mando. Hasta dónde llegó su aprecio que Mario hizo que sus padres adoptaran a una hija de Jiménez Sarmiento, en un momento de persecución tenaz contra esa familia. Mario vivía instalado en una nostalgia muy fuerte por sus camaradas que no sobrevivieron. El dolor más grande de su vida, sin embargo, había sido la ejecución de su novia embarazada, también militante de la Liga, de nombre Alma Celia Martínez Madaleno, "Lorena." Ahí sí lloraba desconsolado como un niño.

            También fui testigo de cuando Mario se integró al Movimiento Mexicano de Solidaridad con Cuba a través del gran Jesús Escamilla, quien recién partió a otra dimensión en 2020. Mario entró de cabeza en esa causa y mandó a dos de sus hijos a estudiar medicina en Cuba. Ahora que lo pienso, no sé cómo le alcanzaba el tiempo a Mario para estar en tantas cosas. Tenía un trabajo de técnico calificado en el Sistema de Transporte Colectivo Metro y además se puso a estudiar derecho en uno de los campus de la UNAM, en Acatlán si mal no recuerdo. Decía que ya sabía hacer muchas cosas, era un ingeniero empírico, pero que quería aprender de leyes para defender a los “jodidos.” Esa y no otra era su verdadera vocación, la defensa de su clase social, los obreros, los marginados, los aplastados por el poder, los que nunca son tomados en cuenta para nada, los condenados de la tierra.

            Tengo muchas anécdotas entrañables con el Guay, pero hay una que recuerdo con especial gratitud. Cuando participé en la organización del primer encuentro de hijos de desaparecidos “Nacidos en la Tempestad,” se confrontaron dos posturas, la de HIJOS México y la del grupo que estaba por surgir. Aunque el evento no había sido terso, en la noche nos reunimos miembros de los dos grupos y los organizadores en casa de alguno de los muchachos. Para romper el hielo, el Guaymas se puso a tocar la guitarra y a cantar destempladamente. Cuando tocó “Por los caminos del sur,” notamos algo raro, pero lo dejamos pasar, hasta que él mismo empezó a reírse después de tres minutos y dijo que no se sabía la canción y por eso sólo estaba tocando los primeros acordes. Todos nos echamos a reír y eso liberó algo de la tensión del día. Él, que pertenecía a tantos grupos y con todos buscaba estar bien, se sentía muy incómodo ante las rivalidades entre ellos y procuraba la cordialidad.

            Al final, después de tantos años de convivir, pasaron cosas que pusieron mi amistad con Guay en el congelador. Lo seguí saludando como si nada cuando me lo llegaba a encontrar, aunque nada volvió a ser igual. Sin embargo, ante la ausencia, esas cosas suelen desvanecerse hasta convertirse en una especie de papel celofán, ruidoso si se llega a tocar pero transparente, casi invisible. 

    Hoy, 13 de julio de 2021, fecha en que se te ocurrió partir, sigo sin creer que nunca volveré a ver ni escuchar tus muletas en todas las marchas y eventos. Que ya no vas a estar al pie del cañón con la única pierna que te quedaba, que se le acabaron los acordes a tu guitarra, que has perdido el don de la ubicuidad. No sé por qué tenías que morirte pinche Mario, si parecías eterno. Más eterno que esa momia roba oxígeno de Luis Echeverría. No soporto la idea de que él siga vivo y tú no. No alcanzo a imaginar el dolor de la Rivero, tus hijos y nietos. De acordarme cómo amabas a los niños, se me salen las lágrimas. Todos te vamos a extrañar y en mi mente siempre serás el guerrillero guasón que se burlaba de todos, incluso de la muerte, hasta que le colmaste el plato así como eras, cabrito. Descansa en paz para la eternidad.

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