Hay muchas cosas por las que quisiera reconocer la labor de Alberto y otras tantas de su trayectoria que me dejaron con muchas interrogantes. Lo que consigno a continuación, se basa en las memorias
de mis conversaciones con Alberto, con algunos datos verificados en sus
escritos. Para empezar, hay que decir que Alberto se unió muy joven al Movimiento de Acción Revolucionaria (MAR), después de que esta organización clandestina hubiera perdido a dos de sus líderes emblemáticos, José Luis Martínez y Elín Santiago Muñoz en 1981. Lo reclutó la célula del MAR de Juan Carlos Mendoza Galoz e Hilda Austreberta Escobedo Ocaña, ambos desaparecidos por el Grupo Jaguar en diciembre de 1981. Alberto fue especialmente cercano a Hilda a quien, me consta, buscó por todos los medios a su alcance.
Alberto se sumó al MAR cuando la organización había sido mayormente desmembrada y sólo quedaban células que reivindicaban el membrete. Estas intentaron forjar una coordinadora con otros grupos diezmados por la contrainsurgencia, como la ACNR, el Movimiento 16 de Septiembre y las FAL, formando así la "Cuadrilátera," de donde surgiría la nueva ACNR como organización abierta, en 1983. El MAR entró entonces en un proceso de descomposición que culminó en su disolución en 1987 y en la posterior participación de muchos de sus exmilitantes en el Frente Democrático Nacional primero y en el PRD después. Alberto responsabilizaba a Mario Saucedo (miembro de las alas clandestina y abierta de la "Cuadrilátera") del olvido de la agenda revolucionaria y el corrimiento a la socialdemocracia. Alberto estuvo entre quienes declinaron incorporarse al PRD, tras la fundación del partido en 1989, aunque sí se sumó a la corriente perredista denominada Red de Izquierda Revolucionaria (REDIR), por ahí de 2005.
Alberto me contó que participó en asaltos que no fueron reinvidicados como acciones guerrilleras sino como crímenes comunes, a fin de evitar el seguimiento policiaco. Quizá el problema de lo que Alberto contaba de su vida militante es que no había nadie que saliera a corroborar lo que decía. Él mismo era conciente de que se ponía en duda su pasado y nadie lo trataba como exguerrillero, pues su militancia había ocurrido en un periodo de inactividad generalizada de los grupos armados. Además, al MAR se le había dado por terminado después de 1981. Yo misma he puesto en duda algunas de las cosas que Alberto hizo y escribió, pero su militancia no fue una de ellas. Su forma de describir lugares, personajes, casas de seguridad, reuniones, operativos, accidentes, caídas de cuadros, etc., no podía ser un mero producto de su imaginación. De lo único que podría habérsele acusado es de haber sido demasiado clandestino y haber pasado desapercibido. No faltó quien hubiera sospechado que era un policía infiltrado, pero esa acusación era tan generalizada en la izquierda que perdía todo sentido.
Alberto también me contó que como militante del MAR, una de sus tareas fue infiltrar el Comité Eureka para apoyar la lucha por la presentación de los desaparecidos. Lo que describiré a continuación son anécdotas contadas por Alberto a personas que estudiábamos esos temas, pero hasta donde sé, él nunca se atrevió a decir nada de esto en público. Agradezco que, en su momento, me tuviera la confianza suficiente para compartirme algo que, a todas luces, le pesaba en la conciencia. Alberto tenía tres grandes críticas al liderazgo de doña Rosario Ibarra de Piedra, cifradas en: 1) el manejo de recursos; 2) el ocultamiento de la información sobre el paradero de los desaparecidos que le hacían llegar a Rosario por diversas fuentes y 3) que Rosario hubiera establecido una alianza con el PRT, desdeñando al resto de las organizaciones de izquierda.
Sobre el primer punto, Alberto decía que doña Rosario monopolizaba como un patrimonio personal los recursos que recibía el Comité Eureka por parte de individuos y grupos solidarios, poniendo como ejemplo una de sus giras de recaudación de fondos en Europa. Ahí, doña Rosario consiguió que una organización holandesa creara un programa para que los ciudadanos del país de los tulipanes "adoptaran" a los desaparecidos mexicanos, mandándoles recursos a sus familias. Sin embargo, tales recursos no le llegaron a ninguna familia mexicana, ya que eran depositados a la cuenta de doña Rosario y nunca se transparentaba el uso de los fondos ante el resto de los miembros del comité. La versión de Alberto del rompimiento de doña Rosario con los familiares de desaparecidos de Guerrero iba en el mismo sentido. Alberto decía que la doña se quedaba hasta con el producto del "boteo" (petición de dinero en la vía pública) de los activistas de Eureka y que cuando estos le preguntaban en qué se usaban esos fondos, no había respuesta. Los guerrerenses, desairados, le pidieron a la doña que les regresara las fotos de sus deudos, a lo que ésta se negó, echándole sal a la herida. "Desde entonces, Rosario no podía poner un pie en Atoyac", según Alberto.
Alberto también criticaba la inactividad de doña Rosario respecto a los informes que recibía por parte de expresos que habían logrado salir vivos de las instalaciones emblemáticas del terror estatal (campos de tortura y exterminio), así como de militares y policías arrepentidos. Según Alberto, un exguerrillero que estuvo en Pie de la Cuesta, le contó a doña Rosario que tiraban a los desaparecidos al mar en aviones del ejército. Unos militares le hablaron de un horno crematorio en el Campo Militar No. 1. Otros le habrían hablado de un hospital que tenía una zona secreta a donde habían sido vistos los últimos desaparecidos. Alberto también contaba que, cuando alguien circuló el rumor de que los desaparecidos mexicanos habían sido llevados a una prisión clandestina en una isla de Chile, Rosario se había trasladado hasta allá para pedir informes. Contrasta que Rosario buscara a los desaparecidos vivos con el hecho de que se negara a aceptar cualquier posibilidad de que estuvieran muertos, lo que anulaba de antemano la demanda de la búsqueda forense. Esta actitud, que casi siempre le aplaudieron, tenía un lado negativo, pues Rosario nunca exigió una explicación oficial sobre los presuntos vuelos de la muerte y los hornos crematorios clandestinos. México jamás tuvo un programa oficial de búsqueda forense de desaparecidos de la guerra sucia y se puede asegurar que esto fue en parte debido al rechazo rotundo de Rosario -en su calidad de diputada, senadora o asesora del PRD- a que esto se llevara a cabo.
Hubo otros exmiembros del Comité Eureka que corroboraron lo que Alberto decía al respecto, aunque ninguno quiso asumir la responsabilidad de cuestionar públicamente la reputación de la figura más emblemática y querida del movimiento de derechos humanos en México. El cruce de información me permitió establecer la credibilidad testimonial de Alberto. El no tenía nada personal contra la doña, simplemente contaba lo que había vivido directamente. Tampoco lo decía para desprestigiarla sino porque le interesaba que se supiera la verdad sobre los desaparecidos. En esa búsqueda de la verdad por encima de todo y todos, coincidíamos.
Después del desencanto por la militancia, Alberto se concentró en la investigación. El no era historiador de oficio ni se manejaba con el rigor que la disciplina demanda. Se graduó de sociólogo, pero tampoco aplicaba los métodos sociológicos. Lo que él hacía era bastante empírico. Recopilaba toda la información que encontraba sobre un tema y la aglomeraba cronológica o temáticamente, sin seguir una metodología clara o criterios de selección. Todo cabía en sus escritos, por lo que, en general, producía mamotretos de cientos de páginas. Algo que hay que reconocer de sus tesis de licenciatura y maestría es que las redactó cuando el silencio sobre esos temas y la falta de fuente eran apabullantes. Alberto fue un pionero indiscutible.
La apertura del tema de la guerra sucia a comienzos del sexenio de Fox y la creación de la Fiscalía Especial (FEMOSPP) colocaron a Alberto en una posición privilegiada de acceso a la información. La primera encargada del área de investigación histórica de la FEMOSPP, Angeles Magdaleno, renunció en 2004 por diferencias personales con el fiscal Ignacio Carrillo Prieto. Ese mismo año, yo decliné elaborar un informe histórico sobre la guerra sucia que el fiscal me pidió, el cual sería en su visión un "libro blanco" sobre el periodo. El fiscal entonces convocó al abogado José Sotelo Marbán para integrar un equipo de investigadores para elaborar dicho informe. Alberto quedó a cargo de una parte de la redacción. Lo que el fiscal no anticipó es que el equipo, que adolecía de expertos en el tema (aunque contaba con varios exmilitantes y activistas que habían vivido aquella época), produciría un informe totalmente favorable a los guerrilleros y a las víctimas del terror estatal. El informe tenía graves problemas de forma y fondo, pero era el primer documento que nombraba a miles de víctimas e incorporaba los archivos policiacos para exhibir el entramado de la contrainsurgencia.
En ese entonces yo coadyuvaba con el ministerio público como colaboradora de familiares de desaparecidos de las FLN. De vez en cuando pasaba a la oficina de Alberto y él me mostraba documentos que habían encontrado y los comentábamos. Alberto no iba personalmente al AGN a buscar los materiales, había un equipo de recopiladores encargados de esa labor. Alberto concentraba todos los materiales después de que éstos habían sido escaneados.
Alberto había repartido con algunos jóvenes investigadores sus escritos y su base de datos sobre los desaparecidos, la cual era la más amplia que existía en aquél entonces. Yo leía todo lo que nos pasaba y, en el proceso, encontré muchísimos errores. Alberto no era cuidadoso en el manejo de los datos; tenía, por ejemplo, la mala costumbre de asumir parentescos y lugares de origen de personas que tenían apellidos homónimos y se equivocaba mucho con las fechas. Le hice notar estos problemas de falta de precisión e información inventada y esto le generó un enorme recelo y resentimiento contra mi persona. Era como si en lugar de reconocer la vastedad de su erudición lo cuestionara por errores que él consideraba nimios. Sin embargo, para mí no eran nimiedades. En esos años yo buscaba a los desaparecidos con auténtico frenesí y necesitaba que cada dato estuviera escrupulosamente verificado.
En febrero de 2006, alguien del equipo de investigación histórica de la FEMOSPP filtró un borrador del informe final al National Security Archive. En cuanto me enteré, intenté leer el documento de corrido. Fiel al estilo de Alberto, se trataba de un mamotreto de aproximadamente ochocientas páginas distribuidas en una decena de capítulos, con serios problemas teórico-metodológicos, una aglutinación bastante caótica de información y decenas de errores en datos y fechas. El documento distaba mucho de ser un informe breve que cualquier ciudadano pudiera leer para enterarse de los crímenes de Estado durante la guerra sucia. El nivel tan especializado de información interpelaba a los expertos o interesados en el tema pero, al mismo tiempo, el caos hacía la lectura insufrible. Quizá por ello nadie defendió a los investigadores que hicieron el informe de la terrible embestida de la PGR, la cual los corrió y se negó a pagarles sus salarios. Incluso, Sotelo Marbán fue inhabilitado del servicio público por diez años, en venganza por haber tomado el lado de las víctimas y no el de las instituciones. El informe final que le fue entregado a Carrillo Prieto nunca fue asumido oficialmente. En su lugar, Carrillo o su jefe, el general Rafael Macedo de la Concha (quien fuera también parte de las redes contrainsurgentes de la guerra sucia) ordenaron que el informe fuera censurado, modificado y reducido a su mínima expresión. Este informe rasurado fue colocado brevemente en el sitio web de la PGR y no tuvo ninguna repercusión pública, pues nunca se presentó oficial ni extraoficialmente. Desde luego, el Estado tampoco pidió perdón a las vícitmas ni siguió ninguna de las recomendaciones del informe censurado.
La situación de la falta de pago fue terrible para Alberto, quien nunca gozó de una buena situación económica y tenía muchos problemas de salud, al parecer derivados de su juventud en la clandestinidad. En otro sentido, Alberto salió de la FEMOSPP con las manos llenas, llevándose en formato digital todos los documentos que su equipo había obtenido del AGN. Una vez, en una reunión, Alberto me presumió que tenían 200 fichas signaléticas de los desaparecidos, las cuales tenían las fotos y huellas de los detenidos, presuntamente tomadas en Circular de Morelia #8 (la sede de la DFS) o en el Campo Militar No. 1. Le pedí que compartiera las fichas conmigo, pero nunca accedió a hacerlo. Para mi enorme sorpresa, tampoco las compartió con la Comisión de la Verdad de Guerrero. Nunca supe qué pasó con esas fichas de las que Alberto y sus allegados tanto se jactaban de haber conseguido. Son un material fundamental para escribir la historia de los desaparecidos.
En 2006, tras el cierre de la FEMOSPP, Alberto y otros exguerrilleros y académicos intentamos impulsar el Centro de Investigaciones Históricas de los Movimientos Sociales "Rubén Jaramillo Ménez." A pesar de que la mayoría de los integrantes no reconocíamos a Jaramillo como precursor de las guerrillas socialistas, Alberto impuso su criterio personal en la elección del nombre, ya que él había escrito extensivamente sobre el líder morelense. En ese espacio empezaron a aflorar las diferencias clásicas en torno a los dirigentes y los ejecutantes. Alberto asumía un liderazgo nato que no todos estábamos dispuestos a reconocerle. En mi caso, yo respetaba su antigüedad y sus contribuciones, pero no perdía ocasión para manifestar mis dudas sobre la solidez de su trabajo. Y es que, a partir de que Alberto tuvo acceso a los archivos de la DFS, dejó de investigar para dedicarse a transcribir los reportes policiacos y convertirlos en libros. Así, comenzó a escribir decenas de esbozos biográficos y artículos y a sacar un libro tras otro. Casi no hacía entrevistas ni consultaba otras fuentes, al final se convirtió en un mero reproductor de las versiones de los agentes de la DFS, a las que aderezaba con un lenguaje de izquierda, a favor de los guerrilleros y las víctimas. Claramente, se trataba de una combinación frankinsteniana insostenible.
No es que Alberto no hubiera tenido acceso a una gran diversidad de fuentes. Él es uno de los pocos investigadores que entrevistó a exagentes de la Brigada Blanca y a policías que participaron en la contrainsurgencia. Nos contaba, por ejemplo, de las reuniones secretas que hacían los exmiembros de la Brigada Blanca, en la que circulaban el alcohol y la cocaína al por mayor (todo esto mucho antes de que ellos mismos se vanagloriaran de sus encuentros vía Facebook). Alberto también refirió que un conocido suyo estuvo en las guardias presidenciales de López Portillo y fue testigo del gusto del presidente por ambos insumos. "Cuando se caía de borracho, se la curaba con cocaína," comentaba con un gran desprecio hacia estos personajes envilecidos. Entonces, se preguntará el lector, qué impedía a Alberto usar toda clase de fuentes en sus escritos? Creo que su falta de familiaridad con la metodología del historiador lo hacía pensar, positivistamente, que la verdad estaba contenida en los documentos de la DFS y que ninguna otra fuente era tan valiosa como esa.
El Centro de los Movimientos Sociales no funcionó por varias razones. Alberto comenzó una especie de microlinchamiento contra mi persona y yo me salí de la asociación; después supe que todos terminaron peleados entre sí. Para mí, fue curioso descubrir que mientras Alberto se había negado a proporcionarme materiales y contactos que hubieran sido cruciales para mi investigación, a estudiantes que identificaba como discípulos incondicionales les compartía esas fuentes. Aunque no todas, pues siempre guardaba un as bajo la manga para sentirse imprescindible.
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